Nada más eficaz para domeñar
a un individuo que controlar aquello que le provoca un miedo visceral. La
zozobra es impasible si de lo que se trata es de someter a la razón, a la que
relegamos de forma instintiva a un segundo plano cuando paladeamos el peligro.
Por eso no hay tirano que se precie que no utilice la desgracia, la muerte y la
sangre como herramientas de control social: no hay mayor poder que el de
manejar a voluntad la angustia y la inquietud de los ciudadanos.
Pero al contrario de lo que
muchos creen, el germen autoritario no se anuncia con luz y taquígrafos ni se
presenta desnudo ante la opinión pública: brota en sociedades que se han
acostumbrado a hacer dejación de responsabilidades, que exigen al Estado no
solo que garantice y facilite, sino que provea. Y no únicamente de bienes
materiales, porque la felicidad, la libertad y hasta la vida las hemos fiado a
nuestra clase dirigente. Hemos llegado a un punto en el que buena parte de la
ciudadanía está dispuesta a que las autoridades impongan simpatías y prohíban
odios.
El terror pandémico se ha
convertido en el nuevo talón de Aquiles de la libertad y quienes se nutren de
la mansedumbre para perpetuarse en el poder lo saben y están dispuestos a
estirar ese chicle hasta el final. El coronavirus tiene dos caras: una que
instala el miedo y la otra que potencia la distracción. Es un caramelo
mediático efectista y un instrumento de ingeniería social efectivo que, además,
actúa como cortina de humo.
Mientras las cifras de
contagios inundan informativos y portadas, no miramos hacia el abismo que se
abre bajo nuestros pies y relegamos debates complejos e incómodos, tanto para
nosotros como para quienes nos gobiernan.
Decía Milton Friedman que
detrás de cada programa de gobierno hay una cortina de humo y la nuestra ha
adoptado forma de mascarilla. Y quien dice mascarilla podría decir toque de
queda, pasaporte covid y otras tantas ocurrencias restrictivas a las que la
realidad ha privado de su pretendida utilidad sanitaria. Aunque en honor a la
verdad he de reconocer que el Ejecutivo sanchista no la usa para ocultar su
programa porque no lo tiene, más allá de cuatro eslóganes deslavazados. Van
como pollo sin cabeza que lo fía todo al alpiste europeo. Los ministros hablan
de transparencia, de resiliencia y de sostenibilidad mientras la incertidumbre
del futuro se abre paso en el presente.
El actual sistema de
pensiones es insostenible. Lo saben quienes la cobran exigiendo
revalorizaciones y los gobernantes que las aprueban. Pero a unos y a otros
quienes ya las estamos pagando o los que las van a pagar les importan un
carajo: ya adaptarán el discurso cuando toque, si es que por entonces todavía
necesitan de nuestro voto para detentar sus cargos.
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