El PP volverá a ganar las elecciones generales con mayoría absoluta, ante la precariedad y juego sucio de la oposición.
La propuesta socialista, a
la que se han apuntado Cs y Podemos, necesita una reflexión crítica para
rehacerse como proyecto político. Si no están de paso por la socialdemocracia,
los nuevos izquierdistas tienen que responder a estas necesidades que sus
votantes demandan.
Empecemos por una constatación
fronteriza con lo obvio: un determinado acontecimiento, por celebrado como
positivo que pueda resultar, no convierte en igualmente positivo y bueno todo
lo que viene después, aquello a lo que abre paso. Así, por poner un ejemplo que
pueda servir de inicial ilustración, hubo casi total unanimidad en celebrar la
llamada caída del Muro como un triunfo de la libertad política y de la
democracia, y no creo que hoy hubiera, ni remotamente, parecida unanimidad (más
bien al contrario) en la valoración, pongamos por caso, de la figura de Putin,
o de los actuales Gobiernos de Hungría o Polonia.
Salvando todas las
diferencias —que las hay, en cantidad y calidad— también se dio un amplio
acuerdo a la hora de considerar que el 15-M de 2011 significó un grito de
saludable indignación por parte de amplios sectores sociales, duramente
castigados por la crisis y que hasta ese momento no habían encontrado la manera
de plantear en la plaza pública su profundísimo malestar. Pero de ahí no se
desprende, y menos de manera automática, que la situación política en algún
sentido propiciada por aquellas protestas merezca la misma consideración que el
detonante que las hizo estallar.
Como es natural no estoy
intentando establecer una relación causa-efecto con el hecho de que en las
próximas elecciones generales la victoria por mayoría absoluta del Partido
Popular será inevitable. No albergo dudas respecto a que la clave para explicar
el triunfo de Mariano Rajoy se encuentra más en la reacción de sus antiguos
votantes como consecuencia de la segura ineficacia de sus opositores. Con todo, no habría que descartar que una
reflexión sosegada sobre la relación entre ambos momentos (el del desorden y el
del orden) arrojara una cierta luz sobre la realidad de la sociedad española.
España siempre ha sido país
de buena gente con lógica y sentido común. Titulares de prensa, después de la
dimisión de Cifuentes: "Una vez más, el franquismo ha ganado. Patrimonio
Nacional acaba de enfriar las ilusiones de los familiares de cuatro de los
enterrados en el Valle de Los Caídos. No habrá exhumación mientras no se
determine que la misma no afectará a los demás cuerpos. Es decir, que la cosa
se retrasa durante años. Y aquí no ha pasado nada. El Valle no sólo seguirá
siendo el símbolo máximo de la victoria de Franco en la guerra civil y de su
poder absoluto durante cuarenta años, sino también el testimonio de que la
democracia española carece de la fuerza necesaria para consolidar un nuevo
tiempo en el que ese periodo no sea más que un capítulo de los libros de
historia". ¿Esto es noticia?
El partido de Iglesias ha de
recorrer la distancia que hay entre indignación y argumentación
Lo que de veras me interesa
plantear es una pequeña reflexión sobre el significado de la irrupción en la
escena política española de una nueva fuerza de izquierda, Podemos, que se ha
arrogado el monopolio de la representación de aquella ciudadanía indignada,
autoproclamándose la voz de quienes hasta ahora no habían conseguido hacerse
oír. No es poco, ni banal, lo que se pone en juego en semejante irrupción. Se
trata de pasar del aludido grito a la palabra, de la queja a la propuesta. O,
si se prefiere (por qué no decirlo), de recorrer la distancia que separa la
indignación de la argumentación.
La distancia se podrá
recorrer con mayor o menor celeridad, pero, en todo caso, no puede ser obviada.
Porque, por más cargado de razón que pudiera estar aquel grito, la política
obliga a que dicha razón sea mostrada en público. Y es ese insoslayable momento
el que parece estar planteándole algunos problemas importantes a esta fuerza
emergente, no siendo el menor el de la ineludible elaboración del diagnóstico
de la situación sobre la que pretende incidir.
Dejemos, pues, de lado el
asunto, ya sobradamente comentado, de los abundantes volantazos
político-ideológicos que ha ido dando Podemos, olvidemos sus propias
referencias al leninismo amable o sus identificaciones con lejanos regímenes
políticos poco afines a un modelo clásico de democracia liberal, y aceptemos
esa autoubicación en el terreno de la socialdemocracia que parece estar siendo,
al menos hasta el momento, la definitiva. Al aceptarla, el debate ya no puede
seguir planteado en los añejos términos entre posibilistas y utópicos (o
maximalistas), entre reformistas y revolucionarios o cualquier otra
contraposición semejante. Tanto es así que incluso en alguna ocasión Pablo
Iglesias ha declarado, para subrayar que su partido no está fabulando ningún
horizonte político y social inalcanzable, que en realidad a lo que aspira es a
que vuelva a haber en España lo que ya hubo bajo los primeros Gobiernos de
Felipe González (al que Iglesias, por cierto, durante un tiempo excluía
cuidadosamente de sus críticas hasta que el expresidente decidió dedicarle un
brutal exabrupto, comparándolo con Aznar). Y por si hiciera falta remachar el
clavo, el líder de Podemos suele reiterar que el problema que tiene con las
direcciones socialistas no es tanto lo que ellas proponen como el abismo que
separa tales propuestas y las actuaciones posteriores.
La categoría ‘casta’ ha sido
abandonada; ahora la diferencia entre Podemos y el PSOE es cuestión de fe
La pregunta inevitable que,
llegados a este punto, no queda otro remedio que plantear es: ¿y por qué razón
dejó de haber lo que había?; ¿simplemente porque unos dirigentes incompetentes
o corruptos traicionaron su ideario de izquierdas y se dedicaron a destruir lo
que, por cierto, ellos mismos habían contribuido de manera determinante a
crear? Por supuesto que si los responsables de Podemos hubieran mantenido los
planteamientos con los que se dieron a conocer, la respuesta sería la de
atribuir a la condición de casta de los cuadros socialistas todos los males
ocurridos desde hace un tiempo. Pero como la categoría ha sido abandonada, sin
que quienes hasta ayer mismo lo utilizaban profusamente hayan proporcionado la
menor explicación de su abandono (¿ha dejado de haber casta o ya todo es casta?),
ahora parece que la respuesta de recambio es un acto de fe, de corte más bien
esencialista: ellos por definición no son de fiar, mientras que nosotros, en
cambio, sí.
En todo caso, que para tales
preguntas los líderes de Podemos parezcan carecer de respuestas mínimamente
satisfactorias no es en el fondo lo más grave. Mucho más importante es lo que
ni siquiera parecen haberse planteado (puesto que ni lo nombran). Y es que, más
allá de los innumerables errores que en el pasado haya podido cometer el PSOE,
hay un problema que sobrepasa a este partido en sentido estricto para afectar a
la propuesta socialdemócrata en cuanto tal. Porque es evidente que esta
necesita, con carácter de máxima urgencia, llevar a cabo una profunda reflexión
crítica que le permita rehacerse como proyecto político para estar en
condiciones de enfrentarse a la brutal embestida del capitalismo en su actual
fase de desarrollo. ¿O es que acaso en el resto de países europeos gobernados
por partidos socialdemócratas sigue habiendo lo que había hace décadas?
Si nuestros nuevos
izquierdistas no son capaces ni siquiera de medirse con todos estos
interrogantes, habrá que empezar a pensar que, en el fondo, también la
socialdemocracia es para ellos una estación de paso, y en tal caso quedarían
obligados a responder a la pregunta del millón: de paso, ¿hacia dónde? (si es
que lo saben).
Juan Pardo
juanpardo@gmail.com
https://blogdejuanpardo.blogspot.com.es/
Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la
Universidad de Barcelona.
Juan Pardo
juanpardo@gmail.com
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