Hoy, ante la tumba de Franco, en el Valle de los Caídos, se han unido en matrimonio eclesiástico, Pablo Iglesias y Albert Rivera -por este orden-

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Ya se han casado en la capilla del Valle  de los Caídos, Pablo Iglesias y Albert Rivera, asistiendo como testigos de dicha unión, Pedro Sánchez y Manuela Carmena. Aunque la unión en matrimonio  eclesiásticamente esté prohibida, la dulce Rita Maestre, la asaltacapillas, ha noqueado al capellán superior y a los de  menos categoría y rango para que oficialice la ceremonia un tal Rufián no se si de apellido o de ejercicio.

España se está yendo mar adentro y lo que no es normal es que el pueblo empuje hasta que se considere deriva. Es como cuando un niño de 15 años,  empieza a divertirse con su amigos, cree que los padres, su aseo, su orden y su buen uso del tiempo son un estorbo para la felicidad. Y en esa idea se instala hasta que sus padres deciden celebrar las bodas de plata en un crucero. La madre, siempre previsora, deja la nevera llena y la casa impecable. Y el padre da instrucciones sobre la cocina, el cuadro eléctrico, la seguridad y el agua. Pero todo es inútil. Porque, pasada la primera mañana, todo empieza a desajustarse. La cama está sin hacer, la ropa sucia sin recoger, el pan se endurece y el cubo de la basura se colma. Y, un día después, tras la primera reunión libertaria con la pandilla, el pobre chico se da cuenta de que todo está manga por hombro, desde el dormitorio paterno, donde buscó intimidad la pareja más consolidada, hasta la cocina, el salón, el baño y el garaje, donde se almacenan las latas y botellas vacías, las meadas mal dirigidas, y la nevera llena de bocatas a medio comer. Y ahí se acaba la felicidad añorada, para dar paso a la preocupación y el insomnio.


A las sociedades inmaduras, que llegan a creer que todo mejora cuando no hay Gobierno, nos pasa lo mismo, y solo cuando vemos el país impracticable, echamos en falta la autoridad y la gobernabilidad del Estado. Por eso se entiende que la misma España que bloqueó el Gobierno durante un año, y que después apostó por una solución blanda y confusa, empiece a sentir la dura orfandad de alguien que, con sus manías y defectos, sepa y pueda gobernar. 

Los presupuestos no se aprueban. El independentismo catalán está desbocado. Las sentencias y decisiones de la UE no se cumplen. De las pensiones ni se habla. La nueva financiación autonómica parece una quimera. Las cuestiones educativas y sociales se plantean, pactan y parchean al margen de cualquier sistemática y racionalidad. Los servicios básicos, sometidos al embate del populismo, caminan hacia una crisis de sostenibilidad. El PSOE se dirige al abismo. 

Ciudadanos se enroca en el bizantinismo dogmático y estéril. Y Podemos quiere reinventar España y refundar su democracia como quien inaugura la historia. Bajo la tranquila apariencia de un PP instalado en la falta de alternativas, empezamos a echar en falta las terceras elecciones. Porque, aunque nadie puede garantizar que las urnas vayan a restaurar la gobernabilidad que caracterizó nuestro sistema, es más inteligente precipitar las crisis y encarar los problemas que atarnos como mulas al pisón del aceite. Por eso concluyo que fue un error garrafal soslayar las terceras elecciones. Para los ciudadanos, porque nos estamos recociendo en nuestra indignación. Y para el PP, que, por no rematar la faena, puede acabar pagando -injustamente- toda la ineficiencia de este bloqueo de baja intensidad.

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