El tribunal alemán, otra interrogante nacista de la justicia teutona, ni absuelve a Carles Puigdemont ni legitima el secesionismo ni lo prohíbe.
La Ministra de justicia
alemana, Katarina Barley, cacarea por los medios de comunicación alemanes que la decisión del tribunal de
Schleswig-Holstein en el caso Puigdemont es justa y razonada.
Si el caso hubiese sido al
revés, Ángela Merkel se hubiese comido a Mariano Rajoy. Alemania está dotando
de armamento al secesionismo catalán.
Los cabezas cuadradas del Tribunal de Schleswig-Holstein han
decidido o qué se yo, de no admitir la petición de entrega a España del
expresident de la Generalitat Carles Puigdemont por el delito de rebelión no
equivale, como han pretendido algunos, a un veredicto incriminatorio sobre la
democracia española, su Estado de derecho ni sus instituciones judiciales.
Tampoco puede ser leída como una absolución, total o parcial, de los líderes
independentistas actualmente encausados por el Tribunal Supremo y, por
supuesto, menos aún como una legitimación de las gravísimas actuaciones por
ellos desarrolladas en los funestos meses de septiembre y octubre del año
pasado.
Esa lectura no es posible
porque, como el propio tribunal alemán ha explicado, queda acreditado no solo
que hubo violencia, sino que “los actos violentos” del 1-O “se pueden imputar
al acusado en cuanto iniciador y defensor de la celebración del referéndum”.
Cuestión distinta es que el tribunal no aprecie que el grado de violencia
atribuible a Puigdemont fuese tan abrumador como para obligar al Gobierno a
“capitular” ante sus exigencias, que sería el requisito de gravedad que en
Alemania convertiría el delito español de rebelión en el alemán de alta
traición y que permitiría franquear así la euroentrega. En consecuencia, el
tribunal ha estimado que los delitos no son equivalentes, como exige la
Decisión Marco de 2002 que regula la euroorden, no que el delito no existiera
en España de acuerdo con la legislación española.
Tampoco valida el Tribunal
los argumentos de Puigdemont respecto a la comisión de “persecución política”
en España, dejando así al descubierto la falsedad de la afirmación —que éste
volvió a repetir a la salida de la prisión— sobre la existencia de presos
políticos en España. No hay por tanto sustento en los intentos de Puigdemont y
los suyos de autoabsolverse valiéndose del pronunciamiento del tribunal alemán,
ni tampoco queda expedita la vía para un retorno de Puigdemont a la Presidencia
de la Generalitat.
El tribunal no valida los
argumentos de Puigdemont sobre la “persecución política”
Es cierto que la causa en
Tribunal Supremo queda en una posición difícil, pero no imposible, pues el juez
Llarena tiene ante sí varias vías de actuación, incluyendo el planteamiento de
una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea que
permita verificar si los jueces alemanes han aplicado correctamente el
mecanismo de la euroorden.
Pero más allá del curso
judicial que siga el proceso, ni Puigdemont ni los independentistas van a
lograr cambiar los hechos que caracterizan su gravísimo proceder, su deslealtad
a la democracia, a la Constitución española, a las instituciones del
autogobierno catalán y, en definitiva, a los ciudadanos de este país, cuyos
derechos políticos han lesionado de forma deliberada en su empeño de promover
un proceso de secesión ilegal y de ruptura de nuestro país.
Esos hechos son claros y
están a la vista de todos. Incluyeron derogar la Constitución y el Estatut;
elevar unas leyes sediciosas votadas por medio Parlament a sustitutos de esas
normas supremas; y hacerlo desobedeciendo a los tribunales y sin la
concurrencia de mayoría cualificada, y por métodos que privaron a la oposición
(que representa a más de la mitad de los catalanes) de sus funciones
representativas y de control. Todo ello constituyó un golpe de Estado que no
solo merece condena política sino reprobación judicial aunque corresponda a los
tribunales establecer los tipos de aplicación concretos.
La democracia española ha
estado en peligro. Por fortuna, su Estado de derecho funciona
Independientemente de su
calificación judicial, el procés tuvo un carácter violento: hubo usos indebidos
y exorbitantes de la fuerza: hubo obstrucción física de la Justicia;
destrucción de vehículos policiales; ocupación ilegal de carreteras;
obstaculización de vías férreas con peligro para la integridad de los propios
actuantes; intimidaciones y escraches contra personas, partidos y asociaciones
considerados rivales o enemigos; violencia sobre objetos callejeros; y
actuaciones del Govern y de la policía autonómica tendentes a facilitar algunos
de esos abusos. Y sobre todo, fue un proceso presidido por la coacción, pues se
violó la ley de forma sistemática para intentar imponer a la ciudadanía, desde
la calle y desde las instituciones, una secesión unilateral, ilegal y
obligatoria.
El secesionismo catalán
pretendió situar al Estado ante el dilema de desbordar al Estado y forzarle a
allanarse ante una independencia impuesta de forma ilegal; o bien emprender una
actuación extrema cuyos perfiles sirviesen para autoinflingirse descrédito y un
alto coste reputacional. Como carecía del apoyo de la mayoría social, el
movimiento independentista pretendió imponerse por la vía de los hechos consumados.
Una vía que, pese a algunas autocríticas, todavía no ha desechado de forma
clara ni rotunda.
Ni el tribunal alemán ni la
propaganda independentista pueden cambiar esos hechos, que son ya parte de la
historia de los españoles y su lucha por mantener la democracia. La democracia
española ha sido sometida a una dura prueba y ha estado en grave peligro. Pero
su Estado de derecho y sus instituciones judiciales funcionan.
ETIQUETAS: Carles Puigdemont en libertad, Independentismo. Cataluña, Generalitat, separatismo
catalán, Gobierno autonómico, Ideologías, Comunidades autónomas, Política
autonómica, presupuestos 2018,
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