El problema de España no es “Ministros,
ministras y ministres” es aquellos que con odio y con precario bagaje
intelectual o académico lo transmiten a la economía.
Resulta alarmante el
sectarismo que rezuman algunos párrafos redactados en los libros de texto con
los que serán adoctrinadas las próximas promociones de escolares españoles.
Frente a ello, cabe advertir de los riesgos de un sistema educativo politizado.
Pero ya que hablamos de educación y política, convendría detenerse en otro mal
que aqueja a España: la política maleducada. Si la educación no ha de ser
politizada, la política sí ha de ser educada.
La tentación de generalizar
suele ser irresistible, pero con ánimo de no caer en ella, podría afirmarse que
el nivel de cortesía parlamentaria en nuestra democracia ha descendido
paulatinamente en los últimos años, revelando que la mala educación se ha
adueñado del escenario político y amenaza con dinamitar la convivencia
democrática. Al mismo tiempo, se ha incrementado el número de diputados y
senadores con precario bagaje intelectual o académico. Incluso, asistimos a la
inquietante proliferación entre los parlamentarios de títulos universitarios
simulados, otra descarada inmoralidad de nuestra clase política, que hace
tiempo dejó de ser ejemplar. Si la mayoría de ella tuviera que prescindir de su
oficio, difícilmente encontraría un medio digno con que ganarse el sustento.
La grandeza y, a la vez,
miseria de la democracia es que cualquier tipo achulado con tendencia a la
vulgaridad demagógica y al grosero epíteto, propios de un agitador encaramado
en una tribuna, llegue a erigirse en representante legítimo de la soberanía
nacional. No se trata de imponer restricciones a la representación popular,
pero sí convendría para la higiene y la salud pública exigir cierto nivel de
preparación, instrucción y educación a la hora de ejercer el noble y olvidado
arte de la política. Si a ello se sumara un pétreo revestimiento moral con que
cubrir el perfil del servidor público, podríamos concebir, por fin, el
ejercicio de la política, no como una agencia de especulación en busca de
rendimientos pingües, ya sea en preeminencias personales, ya sea en frutos pecuniarios,
es decir, corrupción, sino en el alto sentido de una esmerada entrega al
servicio del Bien Común, además de una ilustre categoría dentro de las más
notables disciplinas de la mente humana.
Llevamos un tiempo en que el
Parlamento parece campo abonado para una vastísima siembra de ignorancia y
odio. Ambos elementos encuentran su mejor acomodo entre mentes escasamente
preparadas y en exceso toscas, además de perturbadas por una saturada
ideologización de la vida pública. ¡Qué necesario es el sosiego entre los
dirigentes de los partidos políticos que permita mantener serenos los nervios
ante una campaña electoral que se avecina flanqueada por el revanchismo de los
unos y la tolerante condescendencia de los demás! Pero más necesaria es aún la
coherencia de quien acuna los destinos de los españoles, ayuno de sentido
político y de sentido moral. Porque quien dice ser presidente del Gobierno de
España no puede sostenerse en su cargo aupado en las manos de quienes desean el
derribo la nación española.
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