Le voy a decir al rey que le pida a Sánchez la abstención

España es un país muy bonito con casta que tiene una lengua ubérrima, tierna y templada donde disfrutamos de lecciones sobre política que, convertidas en cultura popular, acompañan el azar de nuestros días con alentadora eficacia. Así sucede, por ejemplo, con el Cantar de Mío Cid, que en los alrededores del año 1200 formuló esta lección de convivencia y gobierno que ni Tocqueville ha mejorado: «Dios, que buen vasallo, si oviese buen señor».
Más o menos por aquellas fechas supimos que no hay buen rey sin buenos ciudadanos, ni buenos ciudadanos en ausencia de un buen rey. Porque si el poder está bien estructurado nunca falta el buen gobierno, mientras que si las instituciones son caóticas, o no están al servicio de buenos ciudadanos, de nada valen la virtud y el esfuerzo personales. De lo cual deduzco yo que nuestro rey, Felipe VI, va apañado, y que si su buen hacer de árbitro de la política y del Estado depende de colaboradores como Albert Rivera, no creo que pueda mantener el prestigio de la Monarquía más allá de nuestros días.
El Sr Rivera, político catalán ha tirado por tierra el cantar del mío Cid, los cantares de Gesta y la poca vergüenza que le quedaba a los políticos con aquello:   -«Le voy a decir al rey que le pida a Sánchez la abstención»- se deducen, al menos, cinco cosas. Que el tal Rivera no se ha leído la Constitución. Que no sabe lo que es una monarquía parlamentaria. Que nadie le explicó en qué consisten las consultas regladas previas a la proposición de un candidato a la presidencia del Gobierno. Que no sabe que las conversaciones con el rey no deben ser anticipadas, ni comentadas -salvo en su narrativa más simple- en los medios de comunicación. Y que tampoco sabe lo malo que es aconsejar al prójimo lo que uno mismo no tiene claro -«consejos vendo que para mí no tengo»-, que eso significa pedirle a Sánchez una abstención sobre la que el mismo Rivera se muestra vacilante en las horas pares y dudoso en las impares.
Así nos va. Con un país más viejo que Matusalén entregado a jóvenes guais y pijos que han obtenido su liderazgo en los cursos del PPO, y que no saben gestionar ninguna de las maniobras y ceremoniales que hemos creado a lo largo de los siglos para domeñar la genialidad ilusa y la estupidez atrevida. Rivera es, en este deporte, medalla de oro. Pero Sánchez e Iglesias tampoco quieren bajarse del podio, por lo que, en vez de estar haciendo este proceloso camino siguiendo los mojones e indicadores que plantaron la experiencia y la sabiduría, estamos bordeando los abismos de la mano de la más osada ignorancia.
Lo peor del caso  es que estas simplezas se sirven rebozadas en renovación y nueva política, las dos miñocas en las que pican los incautos. Y por eso temo que la salida pase por la dramática solución de caer primero al abismo, para resucitar después. Y en eso andamos, por fas o por nefas. Porque aún no hemos aprendido que «quen con nenos se deita, mollado se ergue». ¡Y fino que me quedó!

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