
A primeros de marzo terminé la redacción de un libro donde intentaba probar la convergencia entre el irrefrenable narcisismo político de Pedro Sánchez, «la pasión por sí mismo» y el diseño de un régimen donde al concentrar la capacidad de decisión en su persona, como titular del ejecutivo, la separación de poderes fuera eliminada. De ahí el subtítulo: «Anatomía de un dictador». El inevitable vaciado de la democracia se apoyaba en el recurso clásico desde los tiempos de la República de Roma, hasta Putin o Erdogan: una voluntad de perpetuación en el poder, más allá de los límites constitucionales. En el caso de Sánchez, ello implicaba el recurso a dos componentes del instrumental totalitario contemporáneo: a) la manipulación sistemática del lenguaje, con un LPS, un Lenguaje de Pedro Sánchez, esto es, un lenguaje de Estado al servicio suyo, utilizado de modo sistemático con los medios públicos y allegados, como fuera el del Tercer Reich analizado por Klemperer, y b) en calidad de núcleo del mismo, la satanización del adversario político, a partir de noviembre de 2023, necesaria hasta hoy para desde la bipolaridad «progreso» contra «reacción», legitimar la vulneración de todas las reglas de la democracia que fuera preciso. Y cerrando el círculo, la finalidad al principio citada, asentar la perpetuación de nuestro actual presidente al frente del país.
No se trató de un plan puesto en práctica de inmediato cuando Sánchez alcanza la presidencia, ni siquiera al consolidarla mediante el gobierno Frankenstein en enero de 2020, sino de un proceso en cuyo curso por sucesivas vueltas de tuerca iba cobrando forma un diseño autoritario, que hoy cabe ya calificar, y desde el prólogo de su conquista del partido, de asalto al poder. Su singularidad residía en la coherencia de la citada vulneración de las normas establecidas, tanto en lo concerniente al PSOE primero, empezando en las primarias, como al ordenamiento constitucional más tarde y hasta la actualidad. Siempre precisando que el objetivo de Sánchez era el monopolio del poder político, y no ejercer una u otra variante de latrocinio, la variante de dominación elegida remitía a la ejercida por las grandes organizaciones gansteriles del pasado siglo, no a la mafia o cosas similares. Lo esencial era que su centro de decisiones personal se imponía, o trataba de imponerse ante la resistencia judicial, por encima del orden legal e institucional vigente, logrando que éste funcionara de acuerdo con sus dictados. No era ni es cuestión de simple autoritarismo, sino de actuación de un centro de poder personal por encima de normas e instituciones, del PSOE primero, luego del Estado.
Por supuesto, era en todo caso también observable, a partir del episodio oscuro de las relaciones con Venezuela y de los sucesivos descubrimientos sobre el «trío del Peugeot» que iba a cumplirse la regla de que la autocracia siempre lleva aparejada la cleptocracia.
Fue la revelación de los mensajes de Ábalos, interceptados por la UCO, lo que permitió reconstruir con rigor el sistema de poder sanchista, y la acumulación posterior de datos no hizo sino confirmarlo. Pedro Sánchez no era simplemente el líder autoritario del PSOE, sino un personaje dispuesto en todo momento a ejercer su superioridad indiscutible sobre el partido, sus dirigentes y sus normas. En los mensajes, no se digna a dirigirse en persona a los presidentes de comunidad, para manifestar su disconformidad con las respectivas actuaciones o para marcar directrices. Es un Padrino que les desprecia y se sirve de su sicario político para darles órdenes, expresar su condena o anunciar una represalia. El desprecio de fondo estará siempre ahí, tanto hacia dependientes como frente a adversarios: recordemos a la ministra mudada en «pájara». Cabría calificar tal actitud de despotismo, pero resulta más adecuado subrayar la innovación que representa en cuanto a la definición de un sistema de poder.
La documentación aportada con posterioridad, gracias a la UCO, confirma así que estamos, no ante la deriva gansteril en actos puntuales, sino sumidos en la maraña de un régimen de ese tipo en vías de construcción. Lógicamente, Sánchez y su multi-equipo emplean todos los esfuerzos posibles para mostrar que nada tiene el presidente que ver con su propia obra. Incluso, con humor negro, el lenguaje oficial celebra la «contundencia» del Partido frente a quienes traicionaron la pureza del presidente. Por eso, cada uno de los personajes de la trama aporta su grano de arena a la comprensión del todo.
Ábalos y Cerdán son inmejorables representantes de la carga de corrupción y de envilecimiento, supuestos como es de rigor, que resulta inseparable de la forma de acceso y de ejercicio del poder de Pedro Sánchez. Y como complemento imprescindible, nada es más útil que volver la mirada hacia el personaje entrañable de la «periodista» -¿la ha pedido algún periodista de profesión que exhiba el título?- y fontanera, vinculada al número tres. Sus tareas encomendadas de «limpieza» definen con la máxima precisión qué entiende el presidente por una actuación, suya y de los suyos, en el marco de la ley. Todo ello, en un bosque creciente de corrupciones.
¿Pureza del presidente en un mar de «fango»? Resulta del todo improbable, pero es que la pregunta encuentra la respuesta, planteada de otro modo. Existen ejemplos históricos de verdadera maestría de un dictador para dejar que sus sicarios ejerzan todo tipo de corrupciones, parecidas a las actuales, desde el dinero al sexo, sin contaminarse el protagonista. Mussolini supo hacerlo a la perfección: vean la serie M. El hijo del siglo, en Movistar, basada en la novela histórica de Antonio Scurati.
«Su jefe no va a poder en peligro nunca la situación de dominio que ejerce sobre el aparato de Estado. De ahí que las elecciones, aunque pudiera ganarlas, son para él como la cruz para el vampiro»
Pero hay algo donde la responsabilidad de Pedro Sánchez aparece con claridad. No basta con proclamar una colaboración con la justicia, que se ciñe a ir dando documentos a regañadientes: caso de los pagos en metálico por el PSOE. El presidente tiene todos los medios en el gobierno y en el partido para proceder a una investigación interna que deje al descubierto el alcance de la corrupción, y su presumida inocencia. Pero por lo visto hasta ahora, no lo hizo ni lo hará. Como en el caso del fiscal general, por su constante acción en sentido contrario, cabe aplicar entonces la íntima convicción referida a su responsabilidad en cuanto a todo lo que conocemos.
En definitiva, nuestro novedoso sistema de gobierno, de tipo gansteril, tiene una lógica interna, que supo descubrir el famoso editorial del Times: su jefe no va a poder en peligro nunca la situación de dominio que ejerce sobre el aparato de Estado. De ahí que las elecciones, aunque pudiera ganarlas, son para él como la cruz para el vampiro. La intoxicación ejercida por sus medios sobre el tema, es permanente, lo mismo que la recién aparecida de una supuesta conspiración en el partido, con militantes y dirigentes dispuestos contra Sánchez a arrojar por la borda el balance de «democracia social» gracias a él logrado. Es algo estupendo: supuestos portavoces de la democracia y el progreso, entregados a desautorizar las elecciones parlamentarias y la libertad de expresión en un partido. De paso, también a lamentar el tsunami de odio que trata de acabar con Sánchez, mientras él predica la fraternidad política. Y con éxito. (Por cierto, los signos de disconformidad en el interior del PSOE no supondrían una conspiración tipo Walkiria para salvarse de la catástrofe, sino un necesario esfuerzo por devolver al partido a la democracia. De Lambán a García Page, no faltan ejemplos).
Conviene recordar, en fin, que la inversión de significados, cuyo emblema es el Arbeit macht frei!, de Auschwitz, es de uso común en nuestro LPS. Cada comparecencia de un ministro sobre un asunto incómodo, lo refleja hasta más allá del ridículo. Basta evocar los eslóganes empleados por los miembros del gobierno en su guerra permanente contra la autonomía judicial.
Ni que decir tiene que sobra toda especulación sobre convocatoria de elecciones generales, a pesar de la impagable contribución de Vox al mantenimiento del «gobierno de progreso». A sus argumentos y al desgaste del PP. Lo último que haría un personaje como el descrito, es abrir la puerta a un juego democrático. Lo suyo es dominar, destruir y perdurar.
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