El Fiscal General, García Ortiz quiere dimitir, pero Sánchez, "le obliga" a seguir en su función para salvar a la Begoña y a los Koldos.
El empeño de Álvaro García Ortiz por aferrarse a su cargo de Fiscal General tras ser investigado por el Tribunal Supremo como autor de un delito de revelación de secretos ocupará un lugar destacado en el manual de instrucciones del sanchismo para dinamitar las instituciones desde dentro. Por supuesto que su derecho a la defensa no se discute, faltaría más, pero su estrategia procesal y comportamiento convierten su permanencia en el cargo en algo insostenible. El problema radica no tanto en su condición de investigado -que también- sino en su apego a la mentira, sus burdas maniobras para deslegitimar al instructor y su manifiesto empeño por entorpecer el proceso judicial, demostrando que su continuidad como máximo representante del Ministerio Fiscal es incompatible con la mínima decencia institucional.
En un intento desesperado por justificar lo que parece ser una torpe destrucción de pruebas, García Ortiz aseguró que cambió de dispositivo móvil y eliminó sus WhatsApp por la existencia de un protocolo interno de la fiscalía para implementar la normativa de protección de datos. Algo que parecería sospechosamente oportuno si no fuera porque el susodicho protocolo no existe.
Ahora sabemos que no solo borró todos los mensajes de su móvil, sino que el borrado lo perpetró cuando el Tribunal Supremo lo encausó. No fue, ni mucho menos, un procedimiento rutinario, sino un movimiento premeditado para eliminar cualquier rastro comprometedor. Tan cutre como ineficaz, por cierto, pues gracias al volcado del móvil de otra imputada, la Fiscal Jefe de Madrid, conocemos el contenido de algunas de las conversaciones y órdenes que impartió durante las infaustas horas que precedieron a la filtración y publicación en los medios de un correo confidencial mantenido entre un fiscal y el abogado de un ciudadano particular.
Este intercambio de mensajes, sumado a los que documentó Juan Lobato con Presidencia de Gobierno, aportan indicios solidos de la existencia de una conexión directa entre Moncloa y Fortuny para orquestar una operación política que socavara la carrera de una rival de Pedro Sánchez, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, a través de la lesión de los derechos fundamentales de su pareja sentimental.
Pero que nadie olvide que esta operación de Estado, ejecutada instrumentalizando a determinada prensa para que el derecho a no revelar las fuentes actuase como escudo protector para los autores de la filtración, no sólo ha golpeado a Díaz Ayuso, sino que está sometiendo a un auténtico calvario judicial, mediático y personal a un ciudadano español por el mero hecho de mantener una relación con una política “de derechas”. Porque ése -y no otro- es el verdadero motivo que explica que la honorabilidad y la reputación de González Amador se vea pisoteada, día sí y día también, por miembros del Consejo de Ministros y por sus mancebos mediáticos. Algo que no le deseo a nadie.
Pero sigamos. Además de borrar los mensajes de sus móviles, Alvaro García Ortíz también borró su cuenta de correo de Gmail. Una cuenta a la que -según esos mensajes que se conservan- ordenó que le remitiesen la información confidencial sobre González Amador que acabó publicada en la prensa minutos después.
Pese a la sólidos indicios de un comportamiento indigno de un Fiscal General, la misma maquinaria de propaganda gubernamental que se prestó como instrumento para la filtración y que en los albores del proceso negaba que hubiera algo comprometedor en el móvil, justifica ahora el borrado masivo de mensajes por parte de García Ortiz. Lo presentan como un acto de heroísmo democrático y un gesto de integridad institucional. Tremendo el mensaje que lanzan a la ciudadanía.
Por cierto, todavía ninguno de estos mercenarios de la pluma ha explicado cómo es posible que, si la justificación del borrado de mensajes radica en la necesidad de proteger datos “ultrasensibles” que afectan a la seguridad del Estado, por qué el Fiscal General se permitía utilizar su correo personal para tratar información tan delicada, aun cuando era algo proscrito por los protocolos internos de la fiscalía.
Otra de las razones por las que García Ortiz debería dimitir es la actitud que mantuvo en su declaración como investigado ante el Tribunal Supremo, que no se circunscribió a la defensa jurídica, sino que se erigió en un ataque infame al poder judicial: se negó a responder a las preguntas del juez y de las acusaciones, deslegitimó la instrucción y sugirió que el magistrado instructor actuaba con un sesgo premeditado. Una actitud impropia para un Fiscal General del Estado, cuyo cargo le obliga a promover el respeto a la legalidad y a la independencia judicial a través de la acción de la justicia, precisamente.
Para mi resulta obvio que, si el Fiscal General considera que el Tribunal Supremo es un instrumento de persecución política que promueve una suerte de caza de brujas, no debe continuar ni un minuto más en el cargo. No puede representar al Ministerio Fiscal y, al mismo tiempo, sembrar dudas sobre la legitimidad de la justicia española. No se puede ser parte del sistema y su saboteador simultáneamente. No se puede soplar y sorber.
El último acto de indignidad institucional lo hemos conocido durante estas últimas horas. Con la evidente intención de enfangar y de pergeñar una maraña que desemboque en la recusación del magistrado instructor, Ángel Hurtado, ha vuelto a mentir. Esta vez al Consejo General del Poder Judicial. Aunque ha presentado una queja ante este órgano denunciando que el Supremo ha difundido todas sus llamadas de diez meses y revelado supuestos datos sensibles de 240.000 registros de su actividad diaria y profesional, lo cierto es que los informes obrantes en la instrucción demuestran que -salvo para los días 8 al 14 de marzo a los que se acota la investigación- la única información que se muestra en esos registros es la del IMEI, que no está asociada a llamadas, SMS, fechas, horas, duración o etiqueta de localización alguna. Una falsedad más, otra patraña con la que pretende no sólo defenderse, sino deslegitimar al órgano judicial más importante de nuestro país.
El caso García Ortiz no es solo el enésimo escándalo de un Gobierno acostumbrado a gobernar sobre las ruinas del Estado de Derecho que va dejando a su paso. Por supuesto que le asiste la presunción de inocencia, pero no puede seguir en su cargo porque, sencillamente, ha traicionado las funciones esenciales del Ministerio Fiscal. No solo ha dejado de ser un garante de la legalidad, sino que se ha convertido en su peor enemigo. Y si permanece en su puesto, no será solo su responsabilidad, sino también la de quienes lo sostienen, lo aplauden y lo justifican.
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