El universo de sus creencias no era tanto el resultado de convicciones absolutas sino, como bien se podía colegir de sus conversaciones, el de los arreglos entre las disidencias para garantizar una cierta calidad de paz
Fue
en octubre de 1976 cuando tuvo lugar en el Departamento de Estado en
Washington la entrevista entre el entonces secretario de Estado
americano, Henry Kissinger, y el hacía pocas semanas nombrado ministro
español de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja. Yo, en mi calidad de su
jefe de gabinete, acompañaba al ministro español, que dos días antes
había pronunciado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en
Nueva York el primer discurso que un responsable gubernamental
posfranquista presentaba ante la organización internacional. Adolfo
Suárez había sido nombrado presidente del Gobierno en julio de ese mismo
año en sustitución de Carlos Arias Navarro. Todavía bajo el mandato de
este último, el 26 de junio, Kissinger había visitado Madrid para firmar
con el todavía ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza,
la renovación de los acuerdos bilaterales de defensa entre España y los
USA que databan de 1956. Era un gesto significativo e importante: los
americanos apostaban por la España que el Rey Juan Carlos I, pocas
semanas antes ante el Congreso americano, había descrito como un país
con voluntad democrática.
Oreja
había hecho lo propio ante Naciones Unidas, en un tono contundente y
convencido, que no dejaba lugar a dudas: la España que entonces
comenzaba su nuevo curso, y el gobierno al que el ministro pertenecía,
estaba profundamente comprometido a inaugurar sin excepciones una
historia democrática para el país y sus habitantes. Como colofón de sus
afirmaciones, Oreja anunció que el Gobierno español suscribiría de forma
inmediata los textos internacionales sobre los derechos humanos.
Durante
la entrevista en Washington con Kissinger, que se prolongó durante dos
horas y estuvo seguida de un frugal almuerzo, el secretario de Estado se
mostró particularmente interesado en el futuro de España. El ministro
español, en lo fundamental y con añadido detalle, le expuso el contenido
de su intervención ante la ONU en un largo discurso rematado con
asentimiento por el americano y subrayado con prometedoras palabras:
«Estamos plenamente con ustedes. No dejen de hacernos llegar sus
necesidades y deseos. Estamos en el mismo barco de la estabilidad
democrática». Propósito que, en lo fundamental, y haciendo caso omiso de
alguna que otra errabunda conducta, ha seguido formando la base
sustancial de nuestras relaciones con los Estados Unidos. Aunque Henry
Kissinger dejara de ser secretario de Estado pocos meses después,
coincidiendo con la llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca y con ello
entrara en una dimensión vital en la que nunca llegara a abandonar lo
público pero en la que, al mismo tiempo, multiplicó sus siempre
presentes y valiosas aportaciones en lo privado: universidades,
consultorías, empresas, libros...
Me
reencontré con él en varias ocasiones durante los tiempos, entre el
2000 y el 2007, cuando sucesivamente ocupé el puesto de embajador de
España en Washington y el de director del Comité Antiterrorista del
Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en Nueva York. Mantenía una
excelente y admirable agilidad intelectual, recordaba al detalle
aquellos primeros encuentros en Madrid y en Washington, estaba
razonablemente al tanto de la evolución que España había experimentado y
seguía creyendo en lo que 25 años antes presentara como ley de vida: la
estabilidad democrática. Aunque el universo de sus creencias no fuera
tanto el resultado de convicciones absolutas sino, como bien se podía
colegir de sus conversaciones, el de los arreglos entre las disidencias
para garantizar una cierta calidad de paz. Y en esos meandros se han
movido siempre las famas y las críticas que su persona ha recibido
durante el siglo de su existencia. De China a Vietnam. De Chile a Yom
Kippur. Del premio Nobel de la paz a los ruegos para que a él
renunciara. Cosa que, por cierto, nunca hizo.
Se
podría llegar a construir una biblioteca de cierta extensión que
recibiera el nombre de Kissinger y que albergara la importante cantidad
de sus aportaciones al mundo de la escritura. Toda ella, por cierto,
excelentemente elaborada y de harto interés. Aunque muchas de las
conclusiones que en ella se encuentran pueden resultar discutibles o
dudosas. Porque en realidad, y según mis particulares gustos y
apreciaciones, el mejor Kissinger es el que en 1957 presentó su tesis
doctoral en la Universidad de Harvard. Publicada poco tiempo después, y
reeditada hasta el infinito, se titula A world restored, Un mundo restaurado
y describe las menudencias que, en el Congreso de Viena, tras las
guerras napoleónicas de principios del XIX, convocaron las acciones,
entre otros, del austriaco Metternich y del británico Castlereagh, para
reconstruir la paz. Es sabiduría convencional conceder el éxito de la
tarea al austriaco. Kissinger opina lo contrario y opta por el
británico, hombre dotado de capacidades negociadoras y convivenciales de
las que carecía, al parecer, el austriaco. Y si bien se mira, la
respuesta está en esas descripciones: Kissinger quiso ser el Castlereagh
de su historia, no la del representante del imperio vienés. Es posible
que al menos en parte lo haya conseguido.
Judío
alemán de origen, exiliado a los Estados Unidos en 1938 junto con su
familia, Kissinger nunca perdió en su habla inglesa un palpable acento
germánico. Su hermano, llegado a los USA en las mismas fechas y en las
mismas condiciones, hablaba inglés sin ningún acento y ocasión hubo en
que algún amigo próximo le preguntó por la curiosa disparidad: «¿Por qué
el alemán de tu hermano y la pureza inglesa del tuyo?». El hermano no
tardó en responder: «Porque yo escucho»
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