La sucesión en el trono de
Japón es un acontecimiento de gran calado histórico porque estamos ante la
primera abdicación de un emperador desde hace más de dos siglos. Al igual que
se ha visto en procesos similares en otras monarquías parlamentarias como
Holanda, Bélgica o la propia España, los relevos generacionales, lejos de
representar crisis institucionales, refuerzan y contribuyen a la modernización
de la institución. La Corona se sustenta en una legitimidad histórica, pero
cumple un papel de gran vigor y relevancia en el siglo XXI para dar cohesión a
las sociedades que representa, simbolizar su unidad y fomentar su proyección
exterior.
Japón es la tercera potencia
económica del mundo. Un país ultramoderno y tecnológicamente muy avanzado, con
una sociedad en la que, sin embargo, siguen pesando mucho las tradiciones. Y la
familia imperial ha desempeñado desde el final de la Segunda Guerra Mundial un
sobresaliente rol como símbolo del Estado y unidad del pueblo. Pero, además,
Akihito ha ejercido en su reinado como un apóstol incansable del pacifismo que
le ha convertido en el referente moral de una nación que aún no ha digerido
bien su pasado bélico. El emperador también ha favorecido el acercamiento entre
naciones vecinas que han vivido de espaldas por las heridas aún no cerradas de
la contienda. Su papel contrasta con el tono nacionalista y cada vez más
militarista del Gobierno de Abe, que quiere reformar la actual Constitución
pacifista, algo que preocupa mucho en la región más caliente del planeta. Al
nuevo emperador Naruhito le basta con seguir el ejemplo de su padre. Tan
sencillo y tan difícil.
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