
Vladimir Putin tiene su razón cuando dice que, después
de lograrse un acuerdo en Ucrania el 21 de febrero entre el presidente Víktor
Yanukóvich y las fuerzas opositoras, glorificado por las superpotencias, se
produjo un «asalto armado al poder» alentado por Occidente, que derrocó por
métodos inconstitucionales al presidente democráticamente elegido. No es un
jeroglífico, es su argumento interesado y, como dijo enigmáticamente el
ministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, «los malos ejemplos son
muy contagiosos y hay que ser consecuentes con todas las acciones». Véase lo
que está ocurriendo en Crimea y se entenderá la advertencia.
Cierto, ahora es muy difícil lograr que las agujas del reloj se muevan hacia atrás y nos sitúen de nuevo en
el momento en que Yanukóvich y sus opositores alcanzaron un acuerdo tutelado
por las grandes potencias. Cuando la historia se hace a empellones y golpes,
estos regresos son casi imposibles. Por eso la situación es la que es y cabe
temer que empeore, incluso con la partición de Ucrania. Excluir esto sería no
recordar a Putin en sus comportamientos pasados, por ejemplo en la guerra con
Georgia (2008), que significó la expropiación de Osetia del Sur y Abjasia.

El optimismo aun existe, pero cotiza muy a la baja. Los
intereses contrapuestos de las grandes potencias no son fáciles de armonizar,
sobre todo cuando no apuestan por el entendimiento, sino por los viejos equilibrios.
Comentarios
El maquiavelismo es un mal consejero, en ocasiones.