«La persona, el humano es un número mortal con defectos y virtudes que no adquiere entidad propia por el hecho de desempeñar un cargo público.» (Juan Pardo)
Un político y dentro de su jerarquía, un alcalde corrupto, siempre será eso, un bribón del dinero. El sistema y sus entresijos lo acreditan. El nuestro tiene trampa. Trampas, en plural. Por ejemplo: cuantas más instituciones y organizaciones públicas tiene un estado, más difícil es de gestionar, especialmente «de forma legal». Dicho de otra manera: existe otra corrupción, la que proviene de la misma configuración estructural del sistema, de un entramado institucional intencionadamente complejo, abigarrado, burocratizado, y que, precisamente por esa complejidad, siempre va a ser mucho más anárquico y arduo de controlar.
Esta es una reflexión que vale para cualquier Estado, porque no hay ninguno ahora mismo en nuestro entorno que esté a salvo de la mayoría de estas problemáticas, pero hoy en particular me refiero a España, donde la política actual consiste en multiplicar los focos de poder político, un poder casi siempre utilizado para presionar y solo en contadas ocasiones para colaborar; en tener el control de los órganos teóricamente independientes; y en ejercer otras «malas prácticas» (somos generosos con el término), como tensionar, polarizar, insultar e intentar utilizar recursos públicos o posiciones de privilegio para perseguir objetivos particulares. Por si fuera poco, vivimos en una continua e inacabable campaña electoral: discursos, descalificaciones, demagogia… ¿Y la gestión para cuándo? Los problemas de las personas no se resuelven solos.
Vaya por delante que un servidor no se mueve por los titulares de prensa, los estímulos mediáticos y otros escándalos debidamente presentados, sino por la experiencia profesional de veinticinco años, tiempo de sobra para observar tendencias, evoluciones e involuciones. Por eso no nos referimos a nada ni a nadie en concreto, sino a todo y a todos en general, y tampoco al momento presente, porque llevamos mucho tiempo en la Administración y vemos que lo de ahora no es sino la culminación de aquel viejo refrán que reza: «De aquellos polvos, estos lodos». Como dijimos en su momento: «El principio de división de poderes ya no es lo que era. Después de más de dos siglos desde la Revolución Francesa, no podemos decir que haya un solo poder legislativo ni ejecutivo, y aunque en realidad sí hay un único poder judicial según la Constitución, incluso este está organizado territorialmente hacia dentro y presenta un importante matiz hacia fuera por la existencia de tribunales europeos e internacionales con jurisdicción propia. Valga como ejemplo el demostrado difícil encaje de la jurisprudencia del TJUE en nuestro entramado legal de corte administrativista. Con respecto al poder legislativo, la cuestión se torna aún mucho más compleja. En cada centímetro cuadrado de nuestro suelo rigen conjuntamente tres poderes constitucionales o cuasi constitucionales (europeo, estatal y autonómico), cuatro poderes legislativos ordinarios (supranacional, europeo, estatal y autonómico), y cuatro poderes reglamentarios (estatal, autonómico, provincial y municipal). Se trata, sin duda, de un sistema jurídico muy complejo que cabe interpretar correctamente. La consecuencia, un BOE que echa humo y miles de normas que aplicar, no favorece en absoluto la seguridad jurídica.»
En cuanto a los diferentes niveles de gobierno territorial, se rigen por los principios de descentralización y desconcentración. Seguramente era la solución menos mala, pero no por ello menos caótica. En la práctica echamos de menos otro principio importante, el de coordinación. A la postre, unos tienen las competencias y otros teóricamente las pagan porque, sobre todo los Ayuntamientos, no se pueden autofinanciar. A veces, en realidad en la mayoría de ocasiones, las competencias son compartidas. De hecho se solapan. Abundan los conflictos de competencias, tanto los positivos (ambas Administraciones creen que deben actuar) como los negativos (ambas se desentienden), siendo nefasto este segundo caso para la ciudadanía y como mínimo engorroso el primero. Otras veces se firma un convenio que, sobre todo tras el cambio de legislatura, cae en el olvido y no se aplica. Mientras tanto, en cualquiera de nuestras provincias e islas tenemos Ayuntamientos, Diputaciones, Cabildos o Consejos, y delegaciones territoriales autonómicas y estatales, además de tres o cuatro cuerpos de seguridad. Y todavía nos faltaría entrar en el proceloso mundo de los entes instrumentales (organismos autónomos, mercantiles de capital público, fundaciones públicas…), caracterizado por su crónica ineficiencia y por el fenómeno llamado «huida del Derecho administrativo» (y de los controles propios del mismo), el cual, por el avance del concepto «sector público» y la influencia del Derecho comunitario, se ha acabado convirtiendo en una simple «huida del Derecho», lo cual es igual o peor.
En definitiva, muchas entidades públicas y muy heterogéneas. Máxime considerando esta complicación y confusión, cobra si cabe más fuerza el papel de los órganos e instituciones de control (más entes para nuestra lista), la contrabalanza y el freno natural a las aludidas malas prácticas que con los años se han consolidado incluso en las mal llamadas democracias avanzadas. Pues bien, en el control falla algo. Que nadie dude de nuestra defensa de los entes y órganos de control. El problema de un contrapeso institucional es que, aunque aparezca teóricamente equilibrado, por algún motivo no funcione en la práctica. Y no funciona cuando es meramente formal, no efectivo. Pero España, precisamente esa España compleja que hemos analizado en la anterior radiografía institucional, no se puede permitir el lujo de que las instituciones de control no siempre funcionen de forma objetiva porque sus máximos responsables se nombran bajo criterios políticos, y si abrimos por un segundo el debate del poder judicial, mucho menos el de que el mismo principio de división de poderes se ponga continuamente en entredicho, o en peligro, que es casi lo mismo. España no se puede permitir estos lujos porque hablamos de un país demostradamente corrupto, donde, sin ir más lejos, algunas personas dotadas de poder público y/o privado, vieron un negocio en una desgracia y utilizaron la pandemia para lucrarse. Esto es deleznable. La ciudadanía debería reclamar responsabilidades con vehemencia. Mal cuando juegan con nuestro dinero; pero mucho peor cuando juegan con nuestra salud movidos por un instinto básico llamado avaricia. El interés general queda en las antípodas de esto.
Otro problema. A pesar de la aludida heterogeneidad institucional, en lo que sí coinciden tantas entidades pertenecientes al sector público es en que casi todas están altamente politizadas. Preguntábamos que para cuándo la gestión. Pero tampoco aquí el sistema lo pone fácil. Cada cuatro años, a veces mucho antes, cambia toda la cúpula directiva en muchas entidades públicas. Ocho mil de ellas son Ayuntamientos (con sus correspondientes entes instrumentales, una figura recurrente a partir de un tamaño de municipio, digamos, mediano). Pues bien, en los Ayuntamientos, estos directivos no se sabe muy bien quiénes son, qué hacen o incluso de dónde salen, pues frente a la deseable profesionalización, siguen predominando los altos cargos de libre nombramiento y el personal eventual. De ahí no puede salir nada bueno, evidentemente. Y no vamos a abrir el melón de la libre designación en el cuerpo de funcionarios con habilitación de carácter nacional, prevista legalmente para la provisión de los «mejores» puestos de trabajo, pero qué duda cabe que cuando a uno le nombran, seguramente con merecimiento pero no más que el que tiene el resto, secretario o interventor de un Ayuntamiento enorme o una Diputación, con la consiguiente nómina, igual de enorme, y un estatus de órgano «altísimo cargo», en el pensamiento del Alcalde o concejal queda automáticamente descartado que ese funcionario vaya a ser en absoluto estricto fiscalizando. No juzgo a ningún compañero en particular, que conste, porque quiero pensar que pese a todo va a conservar su independencia, pero es fácil hacer esta lectura psicológica, al menos desde la óptica del político. Y entonces chocarán, salvo que los dos entiendan perfectamente su rol, algo que, no seamos ingenuos, no siempre ocurre. Pero la culpa es nuevamente del sistema, que pone al fiscalizado como jefe supremo del fiscalizador, y en estos casos hasta con el poder de cesarlo (un cese que tendría que motivarse, por cierto, no vaya a confundirse con el cese del personal eventual).
El sistema y sus entresijos. El nuestro tiene trampa. Trampas, en plural. Por ejemplo: cuantas más instituciones y organizaciones públicas tiene un estado, más difícil es de gestionar, especialmente «de forma legal». Dicho de otra manera: existe otra corrupción, la que proviene de la misma configuración estructural del sistema, de un entramado institucional intencionadamente complejo, abigarrado, burocratizado, y que, precisamente por esa complejidad, siempre va a ser mucho más anárquico y arduo de controlar.
Esta es una reflexión que vale para cualquier Estado, porque no hay ninguno ahora mismo en nuestro entorno que esté a salvo de la mayoría de estas problemáticas, pero hoy en particular me refiero a España, donde la política actual consiste en multiplicar los focos de poder político, un poder casi siempre utilizado para presionar y solo en contadas ocasiones para colaborar; en tener el control de los órganos teóricamente independientes; y en ejercer otras «malas prácticas» (somos generosos con el término), como tensionar, polarizar, insultar e intentar utilizar recursos públicos o posiciones de privilegio para perseguir objetivos particulares. Por si fuera poco, vivimos en una continua e inacabable campaña electoral: discursos, descalificaciones, demagogia… ¿Y la gestión para cuándo? Los problemas de las personas no se resuelven solos.
Vaya por delante que un servidor no se mueve por los titulares de prensa, los estímulos mediáticos y otros escándalos debidamente presentados, sino por la experiencia profesional de veinticinco años, tiempo de sobra para observar tendencias, evoluciones e involuciones. Por eso no nos referimos a nada ni a nadie en concreto, sino a todo y a todos en general, y tampoco al momento presente, porque llevamos mucho tiempo en la Administración y vemos que lo de ahora no es sino la culminación de aquel viejo refrán que reza: «De aquellos polvos, estos lodos». Como dijimos en su momento: «El principio de división de poderes ya no es lo que era. Después de más de dos siglos desde la Revolución Francesa, no podemos decir que haya un solo poder legislativo ni ejecutivo, y aunque en realidad sí hay un único poder judicial según la Constitución, incluso este está organizado territorialmente hacia dentro y presenta un importante matiz hacia fuera por la existencia de tribunales europeos e internacionales con jurisdicción propia. Valga como ejemplo el demostrado difícil encaje de la jurisprudencia del TJUE en nuestro entramado legal de corte administrativista. Con respecto al poder legislativo, la cuestión se torna aún mucho más compleja. En cada centímetro cuadrado de nuestro suelo rigen conjuntamente tres poderes constitucionales o cuasi constitucionales (europeo, estatal y autonómico), cuatro poderes legislativos ordinarios (supranacional, europeo, estatal y autonómico), y cuatro poderes reglamentarios (estatal, autonómico, provincial y municipal). Se trata, sin duda, de un sistema jurídico muy complejo que cabe interpretar correctamente. La consecuencia, un BOE que echa humo y miles de normas que aplicar, no favorece en absoluto la seguridad jurídica.»
En cuanto a los diferentes niveles de gobierno territorial, se rigen por los principios de descentralización y desconcentración. Seguramente era la solución menos mala, pero no por ello menos caótica. En la práctica echamos de menos otro principio importante, el de coordinación. A la postre, unos tienen las competencias y otros teóricamente las pagan porque, sobre todo los Ayuntamientos, no se pueden autofinanciar. A veces, en realidad en la mayoría de ocasiones, las competencias son compartidas. De hecho se solapan. Abundan los conflictos de competencias, tanto los positivos (ambas Administraciones creen que deben actuar) como los negativos (ambas se desentienden), siendo nefasto este segundo caso para la ciudadanía y como mínimo engorroso el primero. Otras veces se firma un convenio que, sobre todo tras el cambio de legislatura, cae en el olvido y no se aplica. Mientras tanto, en cualquiera de nuestras provincias e islas tenemos Ayuntamientos, Diputaciones, Cabildos o Consejos, y delegaciones territoriales autonómicas y estatales, además de tres o cuatro cuerpos de seguridad. Y todavía nos faltaría entrar en el proceloso mundo de los entes instrumentales (organismos autónomos, mercantiles de capital público, fundaciones públicas…), caracterizado por su crónica ineficiencia y por el fenómeno llamado «huida del Derecho administrativo» (y de los controles propios del mismo), el cual, por el avance del concepto «sector público» y la influencia del Derecho comunitario, se ha acabado convirtiendo en una simple «huida del Derecho», lo cual es igual o peor.
En definitiva, muchas entidades públicas y muy heterogéneas. Máxime considerando esta complicación y confusión, cobra si cabe más fuerza el papel de los órganos e instituciones de control (más entes para nuestra lista), la contrabalanza y el freno natural a las aludidas malas prácticas que con los años se han consolidado incluso en las mal llamadas democracias avanzadas. Pues bien, en el control falla algo. Que nadie dude de nuestra defensa de los entes y órganos de control. El problema de un contrapeso institucional es que, aunque aparezca teóricamente equilibrado, por algún motivo no funcione en la práctica. Y no funciona cuando es meramente formal, no efectivo. Pero España, precisamente esa España compleja que hemos analizado en la anterior radiografía institucional, no se puede permitir el lujo de que las instituciones de control no siempre funcionen de forma objetiva porque sus máximos responsables se nombran bajo criterios políticos, y si abrimos por un segundo el debate del poder judicial, mucho menos el de que el mismo principio de división de poderes se ponga continuamente en entredicho, o en peligro, que es casi lo mismo. España no se puede permitir estos lujos porque hablamos de un país demostradamente corrupto, donde, sin ir más lejos, algunas personas dotadas de poder público y/o privado, vieron un negocio en una desgracia y utilizaron la pandemia para lucrarse. Esto es deleznable. La ciudadanía debería reclamar responsabilidades con vehemencia. Mal cuando juegan con nuestro dinero; pero mucho peor cuando juegan con nuestra salud movidos por un instinto básico llamado avaricia. El interés general queda en las antípodas de esto.
Otro problema. A pesar de la aludida heterogeneidad institucional, en lo que sí coinciden tantas entidades pertenecientes al sector público es en que casi todas están altamente politizadas. Preguntábamos que para cuándo la gestión. Pero tampoco aquí el sistema lo pone fácil. Cada cuatro años, a veces mucho antes, cambia toda la cúpula directiva en muchas entidades públicas. Ocho mil de ellas son Ayuntamientos (con sus correspondientes entes instrumentales, una figura recurrente a partir de un tamaño de municipio, digamos, mediano). Pues bien, en los Ayuntamientos, estos directivos no se sabe muy bien quiénes son, qué hacen o incluso de dónde salen, pues frente a la deseable profesionalización, siguen predominando los altos cargos de libre nombramiento y el personal eventual. De ahí no puede salir nada bueno, evidentemente. Y no vamos a abrir el melón de la libre designación en el cuerpo de funcionarios con habilitación de carácter nacional, prevista legalmente para la provisión de los «mejores» puestos de trabajo, pero qué duda cabe que cuando a uno le nombran, seguramente con merecimiento pero no más que el que tiene el resto, secretario o interventor de un Ayuntamiento enorme o una Diputación, con la consiguiente nómina, igual de enorme, y un estatus de órgano «altísimo cargo», en el pensamiento del Alcalde o concejal queda automáticamente descartado que ese funcionario vaya a ser en absoluto estricto fiscalizando. No juzgo a ningún compañero en particular, que conste, porque quiero pensar que pese a todo va a conservar su independencia, pero es fácil hacer esta lectura psicológica, al menos desde la óptica del político. Y entonces chocarán, salvo que los dos entiendan perfectamente su rol, algo que, no seamos ingenuos, no siempre ocurre. Pero la culpa es nuevamente del sistema, que pone al fiscalizado como jefe supremo del fiscalizador, y en estos casos hasta con el poder de cesarlo (un cese que tendría que motivarse, por cierto, no vaya a confundirse con el cese del personal eventual).
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