Los teléfonos móviles, los
libros de papel, las redes sociales, la política en Italia o el 11-M en España
son algunos de los asuntos que Umberto Eco, abordó
en sus artículos de prensa. La semana que viene Lumen publica una recopilación de
esos textos con el título De la estupidez a la locura. Cómo vivir en un mundo
sin rumbo, traducido por Helena Lozano Miralles y Maria Pons Irazazábal. El
volumen es un diagnóstico de la sociedad actual y un retrato del Eco más
escéptico respecto a las nuevas tecnologías.
Yo no estoy en Twitter ni en
Facebook. La Constitución me lo permite. Pero obviamente en Twitter existe una
dirección mía falsa, como parece que también la hay de Casaleggio. En cierta
ocasión me encontré con una señora que con una mirada llena de agradecimiento
me comunicó que me seguía siempre en Twitter y que algunas veces había
intercambiado mensajes conmigo con gran provecho intelectual. Intenté
explicarle que se trataba de un falso yo, pero me miró como si le estuviera
diciendo que yo no era yo. Si estaba en Twitter, existía. Tuiteo ergo sum. No
me preocupé de convencerla porque, fuera lo que fuese lo que la señora pudiera
pensar de mí (y si estaba tan contenta era porque el falso Eco le decía cosas
con las que estaba de acuerdo), la cosa no cambiaría la historia de Italia, y
tampoco la del mundo, y ni siquiera cambiaría mi historia personal. Hace un
tiempo, recibía regularmente por correo enormes dossieres de otra señora que
afirmaba haberlos enviado al presidente de la República y a otros personajes
ilustres para denunciar que la perseguían, y me los enviaba a mí para que los
examinara porque, según afirmaba, todas las semanas en esta columna salía a
defenderla. De modo que cualquier cosa que yo escribiera la entendía referida a
su problema personal. Nunca la desmentí porque habría sido inútil, y esa
paranoia tan peculiar no cambiaría la situación en Oriente Próximo. Con el
tiempo, y al ver que no recibía respuesta, por supuesto dirigió su atención
hacia otra persona cualquiera, y no sé a quién debe estar atormentando ahora.
La irrelevancia de las opiniones expresadas en Twitter es que habla todo el
mundo, y entre este todo el mundo hay quien tiene fe en las apariciones de la
Virgen de Medjugorje, quien va al quiromante, quien está convencido de que el
11 de septiembre fue una trama judía y quien cree en Dan Brown. Siempre me han
fascinado los mensajes de Twitter que aparecen en la pantalla en los programas
de Telese y Porro. Dicen de todo y más, cada uno lo contrario del otro, y en
conjunto no transmiten la idea de lo que piensa la gente sino solo de lo que
dicen algunos pensadores sin ton ni son.
Twitter es como el bar Sport
de cualquier pueblo o suburbio. Habla el tonto del pueblo, el pequeño
terrateniente que cree que le persigue Hacienda, el médico amargado porque no
le han dado la cátedra de anatomía comparada en la gran universidad, el que
está de paso y se ha tomado ya muchas copitas de grapa, el camionero que habla
de prostitutas fabulosas en la vía de circunvalación, y (a veces) el que expone
opiniones sensatas. Sin embargo, todo se acaba aquí, las charlas de bar nunca
han cambiado la política internacional y solo preocupaban al fascismo, que
prohibía hacer discursos de alta estrategia en el bar, pero en conjunto lo que
piensa la mayoría de la gente es solo ese dato estadístico que aparece en el
momento en que, tras haber hecho las oportunas reflexiones, se vota, y se vota
teniendo en cuenta las opiniones expresadas por algún otro, olvidando lo que se
ha dicho en el bar. De modo que el cielo de Internet lo surcan opiniones
irrelevantes, porque además, si bien se pueden expresar ideas geniales en menos
de ciento cuarenta caracteres (como «Ama a tu prójimo como a ti mismo»), para
escribir La riqueza de las naciones de Adam Smith se necesitan más, y tal vez
más aún para aclarar qué significa E = mc2.
Y si esto es así, ¿por qué
escriben mensajes en Twitter hombres importantes como Letta, que podrían
simplemente entregarlos a la ANSA, la principal agencia de prensa italiana, y
serían citados en periódicos y telediarios, con lo cual llegarían también a la
mayoría que no está conectada a Internet? ¿Y por qué el Papa manda escribir a
algún seminarista con contrato temporal en el Vaticano breves resúmenes de lo
que ya ha dicho urbi et orbi delante de millones y millones de telespectadores?
Con franqueza, no acabo de entenderlo, alguien debe de haberles convencido de
que todo vale con tal de fidelizar a una gran cantidad de usuarios de la Web.
Tiene un pase en el caso de Letta y de Bergoglio, pero ¿por qué usan también
Twitter los señores Rossi, Pautasso, Brambilla, Cesaroni y Esposito? Tal vez
para sentirse como Letta y el Papa.
Sabiduría no es destruirídolos, sino no crearlos nunca.
ResponderEliminar“Los libros se respetan usándolos, no dejándolos en paz”.
ResponderEliminarEl mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee.
ResponderEliminarHoy no salir en televisión es un signo de elegancia
ResponderEliminarSu narrativa parecía poesía.
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