Ese relato resulta familiar
a quienes hemos vivido la experiencia de la transición española a la
democracia. En los años setenta del siglo pasado creíamos haber ingresado en la
senda del progreso social y político, quedaban atrás los conflictos bélicos, propiciados
por ideologías enfrentadas, por la desigualdad en oportunidades y riqueza, y se
abría un camino de cambios a mejor. Hoy, sin embargo, es urgente aprender de
europeos como Zweig para tomar conciencia de que las semillas del retroceso
pueden estar puestas y es necesario frenar su crecimiento destructivo. Como
bien dice Federico Mayor Zaragoza, la Unión Europea debería ser el catalizador
de la unión mundial. Una de esas semillas destructivas, como en el tiempo de
Hitler y Stalin, es el triunfo de los discursos del odio.
Se entiende por discurso del
odio cualquier forma de expresión cuya finalidad consiste en propagar, incitar,
promover o justificar el odio, el desprecio o la aversión hacia determinados
grupos sociales, desde una posición de intolerancia. Quien recurre a ese tipo
de discursos pretende estigmatizar a determinados grupos y abrir la veda para
que puedan ser tratados con hostilidad, disuelve a las personas en el colectivo
al que se agrede y lanza contra el conjunto su mensaje destructivo.
Hay que tomar conciencia de
que las semillas del retroceso pueden estar puestas
Tal vez el rótulo “odio” no
sea el más adecuado para referirse a las emociones que se expresan en esos
discursos, como la aversión, el desprecio y el rechazo, pero se trata en
cualquier caso de ese amplio mundo de las fobias sociales, que son en buena
medida patologías sociales que se deben superar. Se incluyen entre ellas el
racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la misoginia, la homofobia, la
aversión a los miembros de determinadas confesiones religiosas, o la forma más
común de todas, la aporofobia, el rechazo al pobre. Y es que las emociones, a
las que tan poca atención se ha prestado en la vida pública, sin embargo la
impregnan y son especialmente manipulables por los secuaces del flautista de
Hamelín. Así fue en la primera mitad del pasado siglo y está siéndolo ahora
cuando los discursos fóbicos proliferan en la vida compartida.
Desde un punto de vista
jurídico, el principal problema estriba en el conflicto entre la libertad de
expresión, que es un bien preciado en cualquier sociedad abierta, y la defensa
de los derechos de los colectivos, objeto del odio, tanto a su supervivencia
como al respeto de su identidad, a su autoestima. El problema es sumamente
grave, porque ninguno de los dos lados puede quedar eliminado.
En principio, por decirlo
con Amartya Sen, la libertad es el único camino hacia la libertad y extirparla
es el sueño de todos los totalitarismos, lleven el ropaje del populismo o
cualquier otro. La experiencia de países como China, Corea del Norte o
Venezuela no puede ser más negativa.
Pero igualmente el derecho
al reconocimiento de la propia dignidad es un bien innegociable en cualquier
sociedad que sea lo bastante inteligente como para percatarse de que el núcleo
de la vida social no lo forman individuos aislados, sino personas en relación,
en vínculo de reconocimiento mutuo. Personas que cobran su autoestima desde el
respeto que los demás les demuestran. Y, desde esta perspectiva, los discursos
intolerantes que proliferan en países de Europa y en Estados Unidos están
causando un daño irreparable. Por sus consecuencias, porque incitan al maltrato
de los colectivos despreciados, y por sí mismos, porque abren un abismo entre
el “nosotros” de los que están convencidos equivocadamente de su estúpida
superioridad, y el “ellos” de aquellos a los que, con la misma estupidez,
consideran inferiores.
Naturalmente, el derecho
está abordando desde hace tiempo estas cuestiones, preguntándose por los
criterios para distinguir entre el discurso procaz y molesto, pero protegido
por la libertad de expresión, y los discursos que atentan contra bienes
constitucionales. Como se pregunta también por las políticas de reconocimiento
desde el marco de las instituciones.
Sin embargo, el derecho, con
ser imprescindible, no basta. Porque el conflicto entre libertad de expresión y
discurso del odio no se supera solo intentando averiguar hasta dónde es posible
dañar a otros sin incurrir en delito, hasta dónde es posible humillar su imagen
sin llegar a merecer sanciones penales o administrativas. En realidad, las
libertades personales, también la libertad de expresión, se construyen
dialógicamente, el reconocimiento recíproco de la igual dignidad es el
auténtico cemento de una sociedad democrática. Tomando de Ortega la distinción
entre ideas y creencias, que consiste en reconocer que las ideas las tenemos, y
en las creencias somos y estamos, podríamos decir que convertir en creencia la idea
de la igual dignidad es el modo ético de superar los conflictos entre los
discursos del odio y la libertad de expresión, porque quien respeta activamente
la dignidad de la otra persona difícilmente se permitirá dañarla.
En su libro El discurso del
odio se preguntaba Glucksmann si el odio merece odio y respondía que para
combatirlo basta con sonreír ante su ridículo. Sin embargo, y regresando al
comienzo de este artículo, no creo que haya que sonreír ante el odio, ni
siquiera con desprecio. Porque es destructor y corrosivo, quiebra el vínculo
humano y provoca un retroceso de siglos.
Cultivar un êthos
democrático es el modo de superar los conflictos entre la libertad de expresión
y los derechos de los más vulnerables. Porque de eso se trata en cada caso: de
defender los derechos de quienes son socialmente más vulnerables y por eso se
encuentran a merced de los socialmente más poderosos.
Adela Cortina es catedrática
de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, miembro de la Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR
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