Como tantos y todos, Fidel Castro, murió. No era inmortal. Durante años y años tantos esperaron —y tantos
temieron— la muerte de Fidel Alejandro Castro Ruz como el momento en que todo
cambiaría en su país. Ya es tan tarde que es probable que no: que los cambios
más visibles sean simbólicos. Él mismo, a esta altura, ya era un símbolo. Se
discute de qué; yo creo que Fidel Castro simboliza el fracaso más brutal de
aquella idea de revolución que también simbolizó.
Sesenta años son sesenta años son sesenta años. Es difícil
pensar sesenta años. Para mí, por ejemplo, son todos menos uno; para muchos
lectores son más que los que cuentan. Para el mundo mundial es el tiempo que
corrió entre los tocadiscos de 78 rpm y la informática hipercomunicada, pasando
por la aparición de la píldora anticonceptiva, el rock and roll, el hombre en
el espacio, los transplantes de órganos, la televisión a color, el fútbol por
televisión, la ingeniería genética, la amenaza ecológica, el matrimonio
homosexual, la caída soviética, el liberalismo triunfante, la unión europea, el
boom chino, los coches sin chofer, las muertes de Marilyn Monroe, Kennedy,
Churchill, Guevara, De Gaulle, Perón, Franco, Mao, Reagan, Thatcher, Mandela,
Picasso, Miró, Bacon, Lennon, Marley, Sinatra, Jackson, Cortázar, Borges,
García Márquez, Hitchcock, Fellini, Brando, Gassman, Hepburn, Bergman, Sartre,
Beauvoir, Sontag, Lacan, Foucault y unos miles de millones más.
Hace sesenta años África era colonias; hace sesenta años no
había un avión que pudiera volar de Buenos Aires a Madrid. Hace sesenta años
exactos, día por día, Fidel Castro y sus 81 compañeros se embarcaban en ese
bote llamado Granma para empezar la aventura extraordinaria que los llevaría,
dos años después, a entrar victoriosos en La Habana, la ciudad cuyo lema es,
premonitorio, “Siempre Fidelísima”.
Esa cruzada convirtió a Castro en el jefe indiscutido de su
país durante 47 años; cuando no pudo más se lo dejó a su hermano. Es raro
pensar que en un mundo donde casi todo se ha movido tanto hay un país —un solo
país— que tiene el mismo gobierno hace más de medio siglo. Es difícil encontrar
algo más inmóvil, mejor conservado. Y todo en nombre del cambio por excelencia:
de la Revolución.
El balance es cruel: aquellos militantes quisieron producir
una sociedad “revolucionaria”, capaz de sacudirse la opresión y valerse por sí
misma, e hicieron exactamente lo contrario: armaron una en la que confían tan
poco que nunca le permitieron gobernarse. Si en más de medio siglo no
construyeron una colectividad que pudiera crear sus propios mecanismos,
cambiarlos, mejorarlos, su fracaso es profundo.
Y hubo un día en que ese fracaso se hizo chiste triste. Hace
doce años Fidel Castro se cayó en un acto y se rompió el brazo y la rodilla;
cuando lo iban a operar —dijo el parte oficial— el comandante “explicó a los
médicos que dadas las circunstancias actuales era necesario evitar la anestesia
general para estar en condiciones de atender numerosos asuntos importantes”. De
esa manera, seguía el parte, “todo el tiempo continuó recibiendo informaciones
y dando instrucciones sobre el manejo de la situación”.
Era patético: un señor mayor que había mandado tanto y no
podía darse el lujo de relajarse —en una mesa de operaciones— dos o tres horas
para que lo curaran; un señor mayor que creía que, en 45 años, no había
conseguido organizar un gobierno y una sociedad que pudieran vivir sin él esas
dos o tres horas. Fidel Castro en esa camilla fue la peor refutación de esa
idea socialista de que no son los hombres aislados sino los pueblos los que
hacen la historia: un caso de individualismo exacerbado.
Y ahora se ha muerto: la discusión arreciará. Las
necrológicas más entusiastas ya resaltan que fue el líder de una pequeña isla
que se opuso al gran poder —“al imperialismo”— norteamericano. Es cierto, y no
es poca paradoja que un “internacionalista” de armas tomar termine siendo
recordado por una gesta nacionalista.
Las necrológicas también insisten en que fue el líder y
modelo de tantos movimientos latinoamericanos; muchas evitan aclarar que
fueron, todos ellos, carísimos fracasos. Y se detienen en su condición de
hombre frugal, que vivía espartano y no acumuló nada; hoy, cuando la corrupción
es la vara de medida más común, ese elogio parece decisivo. Se diría que —a
diferencia de tantos políticos actuales— Castro no se aferró al poder por
apetencias personales. Era sólo que creía que sólo él podía hacerlo: el mejor
ejemplo de esa “tentación de sí mismo” que tan afanosos le imitaron los demás jefes
de la supuesta izquierda latinoamericana.
Por eso algunos intentan exaltar su modestia: subrayan que no
le puso su nombre a una escuela ni un hospital ni una calle en todo Cuba.
Parece un chiste malo, como esa estantería en una librería de La Habana que
anuncia “diversos política” para mostrar diez o doce libros sobre diversos
temas políticos… firmados todos por el comandante difunto. Parece un chiste
malo cuando uno camina por las calles de cualquier ciudad cubana —esas calles
de edificios destruidos, donde el ícono por excelencia son los coches que los
americanos abandonaron en su huída, donde es más difícil que en cualquier otro
lugar del mundo conectarse a internet— y ve esos paneles gigantes que dicen
“Fidel entre nosotros” y lo muestran en fotos y dibujos. Parece un chiste casi
tan malo como ese que comprueba que la discusión sobre Castro arderá en todo el
mundo. Salvo en Cuba, donde cualquier disenso puede costar caro.
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