Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
Hace 40 años, el sociólogo Daniel Bell, en su libro Las contradicciones culturales
del capitalismo, puso sobre el tapete un diagnóstico de esas
contradicciones y dos propuestas para superarlas que siguen siendo de
actualidad. En cuanto al diagnóstico, las sociedades posindustriales necesitan
para sobrevivir y mejorar que sus ciudadanos desarrollen la virtud de la
civilidad, que estén dispuestos a trabajar por su comunidad política, y resulta
difícil lograrlo cuando lo cierto es que en esas sociedades faltan proyectos y
valores compartidos y reina una desigualdad profunda entre sus miembros. ¿Cómo
pedir a quienes están situados en los escalones inferiores que se esfuercen por
un bien supuestamente común, del que no participan? ¿Cómo pedir a los bien
situados que se ocupen del bien común, y no sólo del particular, si no hay un
proyecto compartido? Y, sin embargo, la cooperación de los ciudadanos es
indispensable para construir una buena sociedad.
En aquellos años Bell proponía dos
caminos para superar esta contradicción y merece la pena reflexionar sobre
ellos porque, aunque las circunstancias han cambiado, siguen abiertos como
posibilidades. Uno consiste en promover en la comunidad política una religión
civil; el otro, en bregar por la justicia social.
La religión civil es la religión de la
ciudad, de la comunidad política. Desde tiempos remotos se entendía que cada
ciudad tiene sus dioses, que luchan por defenderla frente a los dioses y los
hombres de las demás ciudades. Fue Maquiavelo quien vio en la religión civil
una ayuda espléndida para construir una nueva república romana, contando
milagros si es preciso, como la leyenda de Rómulo y Remo, y Rousseau dedicó a
ese tipo de religión un apartado en el penúltimo capítulo de El contrato social. Tras haber meditado sobre los
distintos aspectos de ese contrato por el que las personas pasan a ser
ciudadanas de una comunidad política, se pregunta si no es dudoso que vayan a
cumplir el pacto, y propone como medida necesaria para lograrlo recurrir a una
religión que dote a los ciudadanos de una fe común y asegure desde ella su
civilidad. No se trata de la religión del hombre, que le liga directamente con
Dios, sino de la religión del ciudadano, la religión civil, que le liga a la
polis.
Para construirla pueden seguirse dos
procedimientos. O bien tomar una religión trascendente y convertirla en la
religión de la ciudad, o bien dar a los símbolos de la comunidad política un
halo sagrado. Es decir, dotar de un carácter sagrado a una determinada versión
de la historia, a la bandera, al himno, a las fiestas, al pueblo, a la raza o
la etnia, incluso al equipo de fútbol.
Las personas somos animales simbólicos,
y esos símbolos, dotados de un carácter numinoso, que excede con mucho a sus
soportes materiales, se inscriben en el terreno fértil de las emociones y hacen
vibrar a quienes los comparten. Sintiéndose emocionalmente miembros de esa
comunidad sagrada los que están siendo tratados de forma desigual olvidan que
es así y trabajan con entusiasmo por una comunidad que sienten como suya. Con
lo cual se va tejiendo emotivamente una voluntad común, aunque la desigualdad
sea palmaria.
Ciertamente, es preciso tener en cuenta
en cualquier proyecto social el valor de los símbolos, pero la religión civil
es una solución premoderna, que ya no era de recibo en el siglo XVIII, cuando
Rousseau la propuso, no digamos en el siglo XXI. En nuestros días es bien claro
que el Estado y la sociedad civil son los responsables de crear cohesión
social, no con leyendas y milagros emotivos, sino poniendo en práctica la
justicia social.
Y llegados a este punto conviene
recordar que el VII Informe
sobre exclusión y desarrollo social en España, elaborado por FOESSA y auspiciado por
Cáritas, arroja unos datos escalofriantes, que se han convertido en la primera
preocupación de los españoles, y deberían serlo de cualquier partido político
que aspire a gobernar. La población excluida representa el 25%, cinco millones
se encuentran en exclusión severa, y de entre los excluidos, el 77,1% está
excluido del empleo, el 61,7% de la vivienda y el 46% de la atención sanitaria.
Naturalmente, el barómetro del CIS de
septiembre 2014 refleja que ésas son las principales preocupaciones de los
españoles: el paro, la corrupción y el fraude que roban recursos públicos, los
partidos políticos y la situación económica. Pero otros temas son igualmente
urgentes, porque afectan a derechos humanos, por poner un solo ejemplo, el caso
de la inmigración. Es doloroso que Europa no se preocupara de la ingente
cantidad de africanos que moría por el ébola y, sin embargo, encontrara
rápidamente dinero para intentar hacerle frente en cuanto la posibilidad de
contagio cruzó el Estrecho de Gibraltar. Construir soluciones con altura humana es uno de los retos ante
los que Europa no puede mirar hacia otro lado.
Abordar cuestiones como éstas es el
proyecto que puede crear civilidad honradamente. Los partidos que se ocupen
prioritariamente de ellas habrán tomado la política en serio.
Con todo respeto ..Si cada persona tuviera esas ganas que usted Sr.Pardo tiene de ver un cambio.Si todos tubiéramos ese sentido de justicia y esa manera de ver las cosas ...Creame que bien estariamos...!....Muchas Gracias por sus publicaciones cada día se aprende y yo quiero seguir aprendiendo ...Aunque solo sea para saber y sentir más impotencia de todos modos ..Gracias...!!
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