La victoria del Fiscal General, Álvaro García Ortiz en la junta de fiscales, con sabor a derrota y dimisión.


El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz.
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. | EUROPA PRESS

Álvaro García Ortiz echó ayer toda la carne en el asador para ganar la votación de la Junta de fiscales de Sala sobre la amnistía. Ganó, sí. Pero por sólo dos votos, el suyo y el de su anterior superior jerárquica, Dolores Delgado, que, en puridad, debería haberse ausentado de la reunión.

De hecho, el Fiscal General del Estado hubiera perdido si no se hubiesen admitido los votos telemáticos, que, finalmente, inclinaron la balanza a favor de conceder la amnistía total a Carles Puigdemont y el resto de los implicados en el procés.

Con esa pírrica victoria (19 votos contra 17) García Ortiz no puede sacar pecho, pero la votación le sirve para legitimar una decisión que ya estaba tomada: sustituir a Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Fidel Cadena y Jaime Moreno, los ficales que ejercieron durante el juicio del procés y que piensan que la malversación no es amnistiable, por otros que seguirán al pie de la letra la posición de su jefe. Se trata de la teniente fiscal del Supremo, Ángeles Sánchez Conde, y el fiscal de Sala de lo Penal, Joaquín Sánchez Covisa.

Queda así dividida en dos la cúpula fiscal y no precisamente por su adscripción ideológica, ya que hubo fiscales considerados progresistas que votaron contra el Fiscal General y conservadores que le respaldaron, sino por diferencia de criterio jurídico. Ese hecho pone de manifiesto que en la Fiscalía no hay disciplina de voto, como tampoco lo hay entre los jueces del Supremo, por más que algunos quieran trasladar su estrechez mental a la judicatura.

García Ortiz ha hecho buena la tesis del presidente del Gobierno: ¿De quién depende la Fiscalía?

Hace ya unos meses, cuando se puso a rodar la ley de amnistía, recordamos en esta columna que la amnistía de ahora, la que se concede a cambio de siete votos de Junts para la investidura de Pedro Sánchez, y la de 1977, se diferencian sustancialmente en dos cosas. Por un lado, la amnistía del 77 tenía toda la lógica ya que con ella se quería poner fin a un régimen de dictadura y comenzar una nueva etapa bajo la idea de la reconciliación, mientras que esta se da en plenitud democrática. Por otro, la ley del 77 concitó el apoyo de la inmensa mayoría del Congreso. Fue una ley que unió a los grupos políticos en una idea común: superar el pasado, mientras que esta ha roto en dos al Congreso y cuenta con el rechazo mayoritario del Senado.

La ley de amnistía a Puigdemont (se la puede apellidar así porque así es como se ha diseñado) ha tenido la gran virtud de dividir al país. Lo que sucedió ayer en la cúpula fiscal es un reflejo de lo que ha supuesto este cambalache para España. Con la diferencia de que, entre los españoles, la gran mayoría está en contra.

Dentro de unos días, la Sala Segunda del Tribunal Supremo tendrá que emitir su veredicto sobre la aplicación de la ley de amnistía a los condenados y procesados por el intento de separar a Cataluña de España vulnerando la legalidad. Por mucho que la Abogacía del Estado y la Fiscalía den su opinión favorable a borrar los delitos como si nunca se hubieran cometido, es la Sala Segunda del Supremo la que tiene la última palabra.

El Gobierno no puede utilizar su fuerza, como sí ha hecho a través del Fiscal General en la cúpula de la carrera, para que la Sala Segunda le dé la razón y, de esa forma, Puigdemont pueda volver a España sin miedo a ser detenido. Pero, eso sí, preventivamente, ha hecho todo lo posible para desacreditar a los magistrados que la componen. Sánchez se olvida que dio su visto bueno a que Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda, fuera elegido presidente del alto tribunal y del Consejo General del Poder Judicial. Eso ahora ya no importa.

"Venceréis, pero no convenceréis", decía Unamuno. La de ayer fue una jornada triste para la Fiscalía porque se impuso la fuerza de la disciplina a la razón de los argumentos.

 

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