La
 pregunta no es muy difícil: ¿Cuál es el mayor problema de España? Pues 
es evidente, el del separatismo, porque se trata del único que puede 
comprometer la propia existencia del país, base de todo. En contra de 
las pamplinas que sostienen que «Cataluña está muchísimo mejor que en 
2017» y que la situación se ha «desinflamado» gracias al entreguismo de 
Sánchez, la realidad es exactamente la contraria. El problema se ha 
agudizado. A lo que ya había –los separatistas gobiernan en Cataluña y 
siguen trabajando en la independencia y el desdén hacia España con una 
tenacidad infatigable– se ha unido un agravante, y es que la debilidad 
parlamentaria del líder del PSOE les está facilitando avanzar hacia su 
objetivo. El separatismo catalán y vasco jamás había tenido enfrente a 
un Gobierno español tan desvalido y tan sometido a sus designios. Cada 
nueva cesión supone más Cataluña y más País Vasco y menos España, ese es
 el saldo real.
La
 existencia de un país no se puede dar por supuesta. No atiende a ningún
 ensalmo milenario que se pierde en la noche de los tiempos, sino que se
 forja sobre una comunidad de intereses y rasgos comunes que unen a una 
población, empezando por el idioma, la educación y la historia 
compartida. Nadie lo explicó con más sencilla claridad que Ernest 
Gellner, el gran estudioso de los nacionalismos: «Las naciones no son 
algo ineludible históricamente, ni los estados nacionales son un destino
 final manifiesto. El nacionalismo engendra a las naciones, no a la 
inversa».
El
 veraz aserto de Gellner lo han interiorizado perfectamente los 
nacionalismos centrífugos vasco y catalán, que trabajan sin descanso 
desde comienzos del siglo XX por forjar sus estados, habiendo llegado 
para ello hasta a una bárbara ola de violencia asesina que duró seis 
décadas (ETA). Por su parte, Franco sabía de manera intuitiva que la 
única manera de frenar a los nacionalismos disgregadores era haciendo 
que imperase otro mayor, por eso la médula de su larguísimo mandato 
estribó en fomentar el arraigo de la nación española.
La
 llegada de la democracia provoca un curioso fenómeno que nos ha traído a
 la encrucijada en la que estamos. Los partidos estatales mayoritarios 
se despreocupan por completo de seguir fomentando el afecto hacia España
 y la identificación con ella, pues lo dan por supuesto. Pero en el 
bando adverso sucede exactamente lo contrario: los nacionalismos 
centrífugos intensifican la propaganda a favor de la idea de las 
naciones vasca y catalana, aprovechando de una manera desleal los 
instrumentos de autogobierno que ha puesto en sus manos el flamante 
estado de las autonomías. Durante la Transición se cometen dos cagadas 
monumentales que acabarán debilitando a España: 1.- La cesión de las 
competencias educativas a las comunidades, que es aprovechada por los 
nacionalistas vascos y catalanes para educar en el ensimismamiento en el
 terruño y el rechazo a España. 2.- Una ley electoral equivocada, que 
sobrerrepresenta en el Congreso a los partidos nacionalistas y les 
otorga un peso a la hora de decidir el Gobierno de España que no se 
corresponde para nada con lo que suponen sus votos en el conjunto del 
país.
A
 esos dos errores de diseño institucional se une la inmensa empanada 
conceptual de la izquierda española, que a diferencia de sus pares 
europeos considera que el patriotismo es algo ominoso -léase franquista-
 y acaba eligiendo una y otra vez como socios en ayuntamientos, 
diputaciones y comunidades a los nacionalistas. Hasta alcanzar la 
felonía final de Sánchez: aliarse con los que quieren destruir España 
para intentar mantenerse en el Gobierno de España. Un absurdo.
Ningún
 presidente español de la democracia quiso ocuparse de la fundamental 
batalla que acabamos de resumir, salvo tal vez un poco Aznar. Ninguno se
 propuso un programa sólido de fomento de lo que nos une (el idioma 
español, nuestra historia común, nuestros lazos culturales, deportivos, 
afectivos y económicos). Ninguno se trabajó los medios de comunicación 
catalanes y vascos para que remasen a favor de España. Ninguno lanzó un 
plan tipo Más España para dar la batalla contra la inmensa campaña de 
los separatistas, que a diferencia de los sucesivos gobiernos estatales 
jamás han dejado de empujar a favor de sus «naciones» (de entrada, 
haciendo obligatorios en la escuela idiomas minoritarios y prohibiendo 
de hecho el más hablado).
En
 el siglo XXI, Rajoy hizo gala de una decepcionante abulia en este 
frente, incluso eliminó el Ministerio de Cultura, cuando la liza entre 
el nacionalismo español y los periféricos es en gran medida cultural. 
Zapatero reforzó los lazos de unión del PSOE con los separatistas y 
abrió estúpidamente la caja de Pandora 
independentista con el cebo de 
los nuevos estatutos. Ya con Sánchez hemos llegado a la situación más 
dañina para España: un títere que depende de un prófugo golpista y que 
está dispuesto a desairar al Rey, al Supremo, al TC y hasta a lo que él 
mismo hizo en 2017 con tal de mantener su poltrona. Ahora mismo se 
apresta a remozar la Constitución al margen de los cauces que ella 
establece y al dictado de los partidos que dieron el golpe separatista 
de 2017, ERC y Junts.
Cuento
 todo esto porque a veces cunde la sensación de que Feijóo no acaba de 
entender, o asumir del todo, que España está inmersa en una batalla en 
la que se juega su perduración o su destrucción, una disputa en la que 
caben medias tintas, ni comprensivos buenísimos periféricos. Por eso 
supone un resbalón que con la que está cayendo reconozca en Barcelona 
que el PP mantiene contactos indirectos con Junts, partido cuya única 
meta y razón de ser es lograr la independencia de Cataluña. O que 
exprese «respeto» hacia Puigdemont, un fugitivo cobarde con su propio 
pueblo y un político de credo supremacista, que no tiene más objetivo en
 su vida que cargarse lo que es España (y humillarnos durante ese 
proceso todo lo que pueda).
Feijóo,
 que tiene sus virtudes y ha sacado al PP de su coma en las urnas 
ganando las elecciones, sufre una extraña mutación buenista cada vez que
 pisa Barcelona, que debería sacudirse. No hay mensaje más desolador 
para el votante tipo del PP que escuchar a su líder expresando «respeto»
 hacia Puigdemont (lo cual supone además todo un regalo para Sánchez, 
como ha aprovechado enseguida su periódico de cabecera). A Feijóo, 
aunque no es hombre de lecturas -y debería, al igual que necesita 
aprender inglés- le convendría leerse los libritos de Gellner y también 
grabarse a fuego el sabio consejo que les dio Tony Blair en su día a los
 laboristas escoceses: la única manera de vencer al nacionalismo es 
rechazándolo por completo, porque tratar de entenderlo y confraternizar 
con él solo te lleva al hundimiento. Y así les fue a los laboristas 
escoceses, que pasaron de hegemónicos a residuales tras mostrarse 
tolerantes con el nacionalismo.
Así que, por favor, a Junts, ni agua. Y a Puigdemont, menos.

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