Todos tenemos el mismo
derecho de opinión, lo que hoy llaman libertad de expresión. Pero algunos
individuos se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral,
intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero
sus homilías pueden volverse contra ellos
Josu Ternera cuya filosofía
idealista está prescrita por inútil para su banday poco esperanzadora para él.
De cualquier forma el diario francés Libération, firmado por Alain Badiou,
Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste,
a través de su libertad de opinión y de ninguna de las maneras pretendo actuar
como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido
colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su
libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y
entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho
de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo
motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo
que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan
los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del
artículo.
¿Qué efecto social puede
tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo
de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el
escenario internacional? Todos los amantes de la filosofía saben, perfectamente, que la formación académica que
hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este
verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina,
una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir,
sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos,
sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado
superior en química o un barrendero.
En cambio quienes no tienen
por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy
extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos
de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho
a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los
conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los
abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado
histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar,
pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así
como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de
utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de
Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se
confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos
ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los
fines últimos de la historia de la humanidad.
Aunque siempre hay
resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la
magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la
filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de
la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como
una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de
la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias
sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la
primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de
ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de
los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que
esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente
de un cierto complejo de inferioridad que quienes aman a la filosofía sin ámbito de su aplicación.
Así, cuando se nos recrimina
que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza
están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las
ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio
vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de
la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el
verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por
criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la
antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón
pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo
malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y
la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.
Con este argumento consiguen
estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les
impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter
políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo
(tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a
ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que,
incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra
parecen estar más allá de toda sospecha.
Como ya he dicho, todos los
amantes de la filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado,
sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente
injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído
nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores
—incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos
por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso
como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral,
intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el
mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable
que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la
filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas
de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos
—ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger,
debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.
Por tanto, es posible que la
peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto se queja el
pueblo llano, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra
Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos
pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la
teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las
conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron
posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los
firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a
pesar de que sea un despropósito.
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