Notre Dame, Catedral de París. ¿De arte? Pongamos, sublime. Ese, su incendio, la hará más bella.



Hay que recordar el incendio de Notre Dame como a una madre de familia que -mientras su prole se dispersa y diluye en distancias, suertes y rencillas- envejece en soledad. Hasta que un día, al saberse que está muriendo, todos acuden a recordar sus nanas, sus consejos y sus besos, con la terrible sensación de que los que pueden quedar desorientados y sin identidad son, precisamente, las nuevas generaciones.


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Cuando se compuso La Marsellesa en 1792, la catedral de París ya llevaba 629 años como símbolo y centro de su ciudad. Mucho antes, en el año 496, para comenzar su historia, se había fundado el reino de los francos, que, unificado por Clodoveo bajo la identidad cristiana -la única que entonces funcionaba-, dirigió la construcción de Francia durante 1.300 años. Solo han pasado dos siglos desde que el republicanismo revolucionario abrió el desfile de la diosa Razón, el imperialismo napoleónico, el colonialismo tardío, los enfrentamientos ideológicos, las guerras mundiales y coloniales y la grandeur gaullista.

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Un período de enormes bandazos, con destrucciones y carnicerías apocalípticas, cuyas glorias y contradicciones se sublimaron finalmente en la UE y la democracia del bienestar, aunque todos damos por cierto -mediante un paradójico dogma de fe- que todo cuanto de admirable hay en Francia nació como una enmienda a la totalidad de los trece siglos que transcurren entre la caída de Roma y la toma de la Bastilla.


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Quizá por eso la católica catedral de Notre Dame -una de las construcciones más bellas y admirables del mundo, canon del arte gótico, y el monumento más visitado de Europa- entró en la era moderna como un almacén de vinos, un corral de caballerías, un centro de culto a la estupidez ilustrada, y una calamitosa ruina. Hasta que Víctor Hugo inició su rescate (1831) con sus más célebres palabras -«Sans doute c’est encore aujourd’hui un majestueux et sublime édifice que l’église de Notre-Dame…»-, de las que se derivó el encargo que le hizo Luis Felipe a los arquitectos Jean B. Lassus y Violet le Duc, en 1844, para reponer en su función y esplendor la gran catedral de París.

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Mucha gente creía que Notre Dame estaba iniciando una nueva decadencia, a manos de la posmodernidad y la descristianización de Europa, y que su destino era convertirse en el mayor museo de Francia. Hasta que el pavoroso incendio del Lunes Santo -la grave enfermedad que situó a la madre catedral al borde de la muerte- enfrentó a los parisinos con el miedo a su soledad, y con la dispersión de su identidad, de su ser y de su historia. Y, como si hubiésemos vuelto al Medievo, han empezado a reconstruir su iglesia en su arquitectura, su simbología y su función.


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Ahora saben que la historia de Francia no se puede agotar en su último capítulo. Y quizá le hayan dado la razón al sabio que, parafraseando a Ovidio, profetizó, en una inscripción, sobre la fachada del templo, la terca estupidez de los hombres: «Tempus edax, homo edacior». Si el tiempo destruye, mucho más destruye el hombre.


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Historia de Francia en una catedral, Notre Dame

Los muros, bóvedas y arbotantes del templo parisino han sobrevivido a la Peste Negra, a las guerras de religión entre católicos y hugonotes, la Revolución Francesa, la Comuna de París y hasta la invasión nazi. Demasiada Historia, francesa y europea, en un mismo espacio. Por eso, como señala la historiadora María Elvira Roca Barea, la posibilidad de su desaparición ha conmovido tanto a creyentes y a no creyentes.





Además de ambientar numerosas obras de ficción, de novelas a películas, la catedral de Notre Dame de París ha sido el escenario de importantes acontecimientos de la Historia de Francia y, por extensión, de Europa. Un viaje de más de ocho siglos en el que sus muros han resistido guerras, conflictos religiosos, revueltas y revoluciones.


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Desde que en 1160 el obispo Maurice de Seully ordenase la construcción de una nueva catedral en el lugar donde se ubicaba una iglesia consagrada a San Esteban, en el templo parisino ha sucedido de todo. Quizá por eso la posibilidad de su pérdida nos haya conmocionado, aquí y en Singapur, a fieles y paganos.


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"Estaba pensando en aquellas personas a las que había entrevistado ayer la prensa francesa, personas no creyentes, que no habían reparado en cuán importante era Notre-Dame en sus vidas", reflexiona a este respecto la historiadora María Elvira Roca Barea, autora de 'Imperiofobia y leyenda negra'. Esto supone, según ella, "una llamada de atención respecto a uno de los aspectos que nos marcan, como es la religión. La propia etimología de la palabra nos lo indica: 'religión', 'religare' significa 'reunión'.





"Aunque en ocasiones lo veamos como si no tuviera importancia, por muy mundanos y superficiales que nos creamos, nuestra reacción al ver en peligro un símbolo como Notre-Dame es universal. No tiene que ver con ser creyente o no, aunque sí habla de la importancia en nuestra cultura del cristianismo, tan denigrado en décadas recientes. De la simbología que envuelve nuestras vidas, que es paisaje, arquitectura, organización del tiempo. Y también una cosmovisión". Por eso, "ante la posibilidad de perder algo que parecía casi eterno, ante la sensación de que no la vean nuestros hijos y nuestros nietos", se disparan todas las alarmas emocionales.


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En Historia se habla mucho de sustratos: capas que se van acumulando, una encima de otra, sobre el suelo, de tal forma que al excavar podemos retroceder en el tiempo. En Notre-Dame toda esa Historia ha quedado adherida en las piedras, como una película invisible que podemos apreciar según miremos de una forma u otra.




Por ejemplo, en 1185 el encargado de oficiar la misa para celebrar la finalización del santuario de Nuestra Señora de París fue Heraclio, patriarca de Jerusalén, en los reinos latinos de Oriente Medio surgidos tras la Primera Cruzada. Cinco años más tarde aquellos enclaves cristianos fueron conquistados por Saladino, lo que daría origen a la Tercera Cruzada. Los ejércitos cristianos de aquellas tierras estaban compuestos en su mayor parte por franceses y muchos de estos soldados recibían la bendición antes de entonar "Deus vult" y partir a Tierra Santa.




Para el año 1200 la nave central, prodigio de ingeniería gótica de la época, estaba terminada y comenzó la construcción de las torres. La obra se prolongaría hasta 1260, aunque no quedaría completamente finalizada hasta un siglo más tarde. Los tres principales rosetones datan del siglo XIII, momento de mayor apogeo del gótico. Este estilo, considerado por muchos historiadores como el primero paneuropeo (el románico no alcanzó tal grado de expansión), se difundió principalmente desde Francia y se podría decir que Notre-Dame fue el epicentro (el núcleo irradiador, que diría alguno) desde donde se difundieron aquellos hallazgos.




Llegó la Peste Negra, que acabó con la mitad de la población de París, y llegó la Guerra de los Cien años, en la que un monarca inglés, Enrique VI, se coronó como rey de Francia en Notre Dame en 1431. Apenas Francia se reunificó en un único reino, llegaron otros problemas. El más importante, las guerras de religión entre católicos y hugonotes. Estos últimos provocaron daños a las esculturas del exterior bajo la acusación de idolatría, mientras que los monarcas católicos modificaron vidrieras y eliminaron tumbas en aras de la modernización.


Pero esos empeños no sirvieron para que la catedral fuese cayendo en el abandono y la degradación. La Revolución Francesa trajo consigo la desacralización de los templos, con lo que Notre-Dame fue convertida en un almacén de comida. Muchas estatuas fueron decapitadas y algunas campanas, fundidas. Como desagravio, Napoleón escogió el mismo lugar para coronarse emperador de Francia, el 2 de diciembre de 1804. Jacques-Louis David inmortalizó el momento en un famoso cuadro en el que Bonaparte aparece sosteniendo la corona antes de colocársela sobre su cabeza.




Los fastos no frenaron la decadencia del templo. Tuvo que ser un escritor, Victor Hugo, quien tres décadas más tarde alertase sobre el estado de conservación del alma de la ciudad en su novela 'Nuestra señora de París' (1831). Concienciados los franceses, en 1846 comenzaron las obras de restauración, dirigidas por Eugene Viollet le Duc. Estos trabajos se enfrentaron a otro contratiempo cuando se produjo un incendio durante la revuelta de la Comuna de París, en 1871.




Notre-Dame no fue ajena tampoco al gran conflicto del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial. Si los alemanes destruyeron la catedral de Reims durante la Gran Guerra, su hermana parisina sobrevivió a la invasión de los nazis con daños menores en las vidrieras. Una gran misa 'Te deum' se celebró en su interior para celebrar la liberación de París, el 26 de agosto de 1944.




Mirar, hoy, a Notre Dame es como leer todos estos capítulos de la Historia, aunque el espectador no sea consciente de ello. En la película de Richard Linklater 'Antes del atardecer' (2004), hay un momento en que el personaje de Ethan Hawke le cuenta al de Julie Delpy una historia: que cuando estaban a punto de retirarse de París, los nazis llenaron de explosivos la catedral para volarla, pero el soldado alemán encargado de hacerlo no se atrevió, "aterrado por la belleza del lugar". Sin saber si la historia es cierta o no, Delpy responde: "Hay que pensar que Notre-Dame desaparecerá algún día". Lo cual es cierto y falso al mismo tiempo. Podrán caer sus cascotes, pero no el tiempo que se les quedó adherido.
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