La conquista de las
libertades humanas ha sido penosa y esforzada a lo largo del tiempo. Y, por
encima de todo, inacabable. Inexplicablemente, por lo demás. La conquista del
bienestar es costosa, y de las libertades positivas, también, en el mismo
sentido. ¿Pero por qué no avanzamos cuando se trata de libertades meramente
negativas como no interferir en el ámbito de lo privado, cuyo coste económico
es cero?
Se diría que hay algo mucho
más difícil que acumular ingresos y mejorar la Hacienda pública. Los prejuicios
son mucho más difíciles de erradicar que la pobreza y la miseria. Ellos son los
que se enredan en el discurso racional y lo vuelven turbio y
"racionalizante", más que razonador y razonable.
"Racionalizar",
que no razonar, es tener de antemano la conclusión y simular la deducción
lógica. Si yo no deseo que los seres humanos desobedezcan a un dios autoritario
que posee la llave de la vida, haré todo tipo de filigranas para llegar a la
conclusión de la que eutanasia activa es mala o el suicidio reprobable y los
que ayudan al suicida, pequeños asesinos.
Se puede comenzar por
"no podemos renunciar a los derechos inalienables", "es así que
la vida es un derecho inalienable", para concluir: "luego no podemos
renunciar a la vida sin justificar de ningún modo las dos primeras premisas, ya
que de hacerlo tendríamos que poner de relieve que estamos partiendo de
presupuestos teológicos, no filosóficos, y que valoramos por encima de todo los
mandatos de un dios celoso de nuestras libertades". Otro modelo de
racionalización es el siguiente, decididamente seudoutilitarista:
1.- "No podemos llevar
a cabo acciones que lesionen gravemente a los demás".
2.- "Es así que si nos
quitamos la vida lesionamos gravemente a los demás". De ello se sigue:
3.- "Nuestra vida no
puede ser suprimida ni por nosotros ni por las personas que elijamos para
ayudamos a morir". Pero todo esto es insostenible como veremos más
adelante al tratar del utilitarismo.
Algunos se escandalizaron
cuando el neopositivismo un tanto rudo decía, en la primera parte del siglo que
termina, que en filosofía moral no nos quedaba hacer más que el análisis,
limpiar la casa de polvo y arrancar las malas hierbas del jardín. Es verdad que
restringieron tales filósofos neopositivistas excesivamente el ámbito de la
filosofía, que también puede, y debe, plantar flores y arbustos donde sea
posible. Pero es imposible negarles su benéfica función en un mundo confundido
por los "sonidos", dominado por las palabras hueras que parecen
inofensivas y nos atan con cadenas en cuestiones de vida y muerte.
Hace muy poco en este país
no podíamos disponer de nuestro sexo: desde el inofensivo condón a la píldora
más sofisticada fueron incluidos en la categoría de instrumentos diabólicos
para la práctica del placer. No eran posibles las relaciones fuera del
matrimonio católico, se penalizaba el uso de anticonceptivos, el divorcio era
imposible, el aborto, cuestión de juzgado y cárcel.
Afortunadamente, la vida es
más fuerte que el prejuicio, y la Iglesia tuvo que recurrir a artificios como
la "paternidad responsable" o la "nulidad" del matrimonio,
para retener a sus ovejas en el redil, al tiempo que las autoridades civiles
tenían que ceder en una sociedad en una buena medida ya no confesional que
reclamaba cotas de libertad.
La eutanasia y el suicidio
asistido, sin embargo, no prosperaron todo lo que debieran en el Código Penal
de la democracia. Los demonios del prejuicio tuvieron que dejar flecos que
deberían haber sido rasurados. Tal vez porque las víctimas a las que se dejaba
desatendidas eran las más débiles, las voces más inaudibles, las demandas más
desoladoras. Todas las racionalizaciones de los bioéticos tradicionales
sacudieron en el rostro de los que pedían morir, incrementando el dolor de los
enfermos terminales, de los tetrapléjicos, de las víctimas de procesos
degenerativos, etcétera.
Un Código Penal no
confesional debería haber estado más atento a los vestigios de antiguas
creencias no cuestionadas. ¿No fue el propio santo Tomás Moro el que aconsejó a
los enfermos que permitiesen que les ayudase a morir? Era un hombre santo. Y su
defensa de la eutanasia está escrita en su celebérrima obra Utopía, no
escondida en una sacristía o revuelta entre papeles desechables.
Si la Iglesia le
"consintió" al santo la piadosa consideración de los moribundos, ¿por
qué no nos permiten ahora, a través de tantos tentáculos, escoger nuestra
muerte y nuestra vida?
Lo malo de la Iglesia
moderna es que ya no sólo escribe los catecismos, sino los libros de ética, de
bioética, los códigos deontológicos y los códigos penales. Sus prejuicios
vestidos con bata blanca o toga negra nos alcanzan a todos.
¿Qué razón moral podría
haber para, no renunciar a una vida que ya no encuentro deseable?
Si somos mínimamente
honestos y ponemos entre paréntesis nuestras creencias presentes, no sometidas
al escrutinio del razonamiento, y las de nuestros antepasados, comprenderemos que
el que elige morir no causa molestia alguna, o de muy pequeña consideración, a
la sociedad, mientras que, por el contrario, cede el derecho a que su salud sea
cuidada en beneficio de otro que pueda disfrutar más de la vida.
Desde el punto de vista de
la ética utilitarista, tan incomprendida como desconocida en nuestro país, el
ser humano es dueño de su vida, y su libertad para disponer de ella posee una
"utilidad" tal que rebasa con mucho a las "desutilidades"
que pudieran generar supuestamente a terceros.
Aunque un buen utilitarista
no tiene por qué ser necesariamente antikantiano, sí es preciso decir, en este
país sobreabundante en teólogos y metafísicos, que Kant no llevó a cabo la
crítica de la razón práctica incondicionada, sino que realizó con destreza
racionalizaciones que le condujeron a condenar el suicidio y recomendar la pena
de muerte.
Fue Kant, uno de los más
grandes filósofos, una víctima más del prejuicio. Pero el tiempo transcurrido
entre Kant y nosotros no debe haber sido en balde. "Una vida con pena no
vale la pena", dejó escrito Ferrater Mora, un hombre libre de nuestro
tiempo.
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