Uno de los aspectos más
horrendos y a la vez más reveladores de la masacre de este viernes en
Christchurch, Nueva Zelanda, fue el regodeo del asesino en las imágenes de su
propio crimen. Mientras iba matando, una cámara en su frente iba
retransmitiéndolo todo en vivo en su página de Facebook, como si se tratase de
un videojuego más. El hecho es revelador porque ese es el entorno del que procede
esta forma de terrorismo: no de un territorio físico, sino de una burbuja
online. Hablamos de un terrorismo de orígenes virtuales, cibernético, en cierto
modo cosmopolita, ciertamente global. Es significativo que el terrorista
hubiese anunciado su propósito en las redes diciendo que «era hora de dejar de
publicar chorradas en Red y dar el paso de publicarlas en la realidad», como si
esta fuese una simple prolongación, una pantalla más, de un juego.
Falta comprobar si existen
vínculos con el extremismo neozelandés. Pero el supremacismo blanco en Nueva
Zelanda es minúsculo. Su principal fuerza, el Frente Nacional, nunca ha logrado
más del 1,9 por ciento de los votos precisamente ahí, en Christchurch, y sus
manifestaciones no suelen reunir más que a unas pocas docenas de personas. Ni
siquiera el mucho más moderado partido de la derecha nacionalista y populista,
Nueva Zelanda Primero, cuenta con gran apoyo (un 7 % en las últimas
elecciones), y ahora mismo forma parte de la coalición de gobierno con la
izquierda laborista.
En todo caso, el terrorista,
al menos el principal, no procede de ahí. Es un joven extranjero, un
australiano que eligió Christchurch de manera fortuita, cuando vio que allí
también había una minoría musulmana (muy pequeña, apenas pasa del 1 por ciento
de la población) a la que podía atacar. En realidad le daba igual un lugar que
otro. Su inspiración es un extremista noruego, Anders Breivik; su preocupación
principal, la política norteamericana. Igual que el yihadismo es global, su
imagen refleja el supremacismo islamófobo, también lo es ya; y se difunde de la
misma manera, utilizando la ley de los grandes números en Internet: en un
universo tan vasto, semianónimo e inmediato, es imposible no encontrar algún
alma gemela incluso para el más descabellado de los propósitos. Es lo que
podríamos llamar «la globalización de la secta», un fenómeno que solo Internet
ha hecho posible por primera vez en la historia de la humanidad y frente al que
no hay, de momento, grandes soluciones.
De hecho, todavía ocho horas
después de que Facebook anunciase que el vídeo grabado por el terrorista iba a
ser retirado de Internet, todavía era accesible, ahí y en otros muchos lugares.
La prensa neozelandesa se apresuraba, como siempre, a señalar posibles fallos
de los servicios de inteligencia del país, sin entender, una vez más, que la
tarea de vigilar los foros de Internet es prácticamente inabarcable y detrae
una enorme cantidad de recursos de vigilancia también necesarios en otros
lugares. Este es el mundo que nos ha tocado vivir y a lo único que podemos
aspirar es a limitar el impacto de la nueva amenaza.
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