Después de 50 años en la Unión
Europea, la economía, la legislación y la vida cotidiana británicas están
profundamente ligadas a la sociedad europea. Hacer creer a la opinión pública
británica que estos lazos se pueden deshacer de un día para otro, sin coste alguno
y facilitando la recuperación por el Reino Unido del protagonismo mundial que
tuvo durante el viejo imperio británico, es pura irresponsabilidad política.
Pero esta irresponsabilidad, propia de los movimientos populistas, ha prendido,
también, en los partidos tradicionales británicos, tal y como aconteció, hace
tres años, cuando el entonces premier, David Cameron (hoy desaparecido del mapa
político), decidió inoportunamente y por pura estrategia política someter a
referéndum la permanencia del Reino Unido en la UE (23 de junio de 2016). Debió
antojársele que este procedimiento era el idóneo para, a través de una pregunta
elemental y binaria (retirada o permanencia), sacarse de encima problemas mucho
más complejos. La maniobra no le salió bien, pues tuvo que dimitir, dejando una
pesada herencia a su sucesora, Theresa May. La dificultad de manejar esta
herencia se manifestó al instante. Así, la política británica tardaría cerca de
un año (29 de marzo de 2017) en activar el artículo 50 del Tratado de la Unión
Europea, notificando formalmente la decisión de retirarse de la UE. A partir de
ahí, el reloj jurídico empezó a funcionar, dos años de plazo para negociar un
acuerdo de retirada y, en caso de no alcanzarlo y si no hubiera prórroga,
salida abrupta de la UE.
Desde el primer minuto se
evidenciaron las dificultades que el negociador británico encontraba para
presentar propuestas, de manera que pronto la iniciativa recayó en la Comisión
Europea que, bajo la batuta diplomática de Michel Barnier, fue conduciendo las
discusiones hasta la redacción y aprobación de un Proyecto de Acuerdo de salida
(13 de noviembre de 2018). Pero este proyecto precisaba para su ratificación la
aceptación tanto por el Parlamento europeo, lo que se daba por descontado, como
por el Parlamento británico, lo que era menos evidente, como fue fácil de
comprobar, al asistir perplejos a las idas y venidas entre Downing Street y
Westminster y a las innumerables e inútiles votaciones parlamentarias. Estos debates
bizantinos están privando de tiempo al Gobierno May para ampliar las
negociaciones hasta el 22 de mayo, y empujan el proceso hacia una salida
abrupta el 12 de abril o a la renegociación de una nueva prórroga. En el primer
supuesto, y por si acaso, las autoridades europeas ya han anunciado la adopción
de medidas de contingencia. En el segundo caso se abrirían dos posibilidades:
una, solicitar una prórroga para seguir negociando, lo que supondría la
participación del Reino Unido en las elecciones al Parlamento europeo en mayo;
y otra, que el RU revoque unilateralmente la notificación del artículo 50,
permaneciendo en la UE. Y, ambas, pienso abrirían el camino a nuevas elecciones
en el Reino Unido y, en tal caso, a que los contendientes pudieran incluir en
sus programas el brexit, posibilidad preferible, a mi juicio, a un segundo
referéndum, que agravaría la polarización de la sociedad británica y,
seguramente, nos retrotraería a la casilla de salida, asistiendo de nuevo a un
proceso similar al que ahora vivimos. Escenario inimaginable hace tres años,
cuando los políticos británicos embarcaron a su país en esta infeliz
singladura.
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