Por falta de liderazgo la UE navega a la deriva.

  
El presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, ha dibujado en el Libro Blanco de la UE los posibles escenarios para el futuro próximo de Europa. Y por primera vez se plantea la hipótesis de que se desande lo andando en el proceso de integración y se dé marcha atrás para transformar la Unión en un simple macromercado común. Es lo que defienden, por ejemplo, algunos gobiernos y movimientos populistas antieuropeos, que usan la UE como chivo expiatorio y ofrecen a los electorados desencantados recetas que suponen una vuelta al nacionalismo y al proteccionismo. Los devastadores efectos de la recesión económica han generado un gran malestar en amplias capas de ciudadanos en las que está calando con fuerza ese mensaje eurófobo. Y en este contexto apenas son audibles las voces de quienes se sitúan en el polo opuesto, y defienden que hoy, como diría Ortega, la solución sigue siendo más Europa, y sueñan con una verdadera federación de estados.
Es ahí donde se sitúa el debate. Si hay que avanzar o retroceder en la integración; si es mejor o peor apostar por soluciones multilaterales en una UE más fuerte o por devolver competencias y capacidad decisoria -en definitiva, soberanía- a las naciones. Nosotros creemos firmemente en la necesidad de apostar por lo primero. Sólo una Europa más fuerte y cohesionada puede hacer frente a desafíos como la crisis económica y la estabilidad del euro, el preocupante desempleo o las grietas en el modelo del Estado del Bienestar. Por no hablar de la lucha contra el terrorismo internacional o de los graves conflictos internacionales en los que la voz y el papel de los europeos sólo serán fuertes en la medida en que estemos unidos.
Pero es que, además, detrás de este debate en el que los eurófobos están ganando tanto terreno, hay mucha desmemoria histórica. Cuando estamos a punto de celebrar el 60º aniversario de los Tratados de Roma que dieron origen a la actual Unión, hay que recordar que se firmaron apenas una década después de la Segunda Guerra Mundial, que sólo en Europa dejó más de 60 millones de muertos. Los padres fundadores de la UE fueron unos visionarios que comprendieron la necesidad de levantar un edificio político y económico común para que jamás volviera a repetirse una barbaridad semejante. Y hay que estar muy ciego o ser muy cínico para no admitir que gracias al proyecto comunitario casi todo el Viejo Continente ha gozado en las últimas seis décadas del periodo de paz, prosperidad y libertad más prolongado de la Historia. Es todo eso, nada menos, lo que está en juego y lo que cabe preservar. Y para ello no valen aventurismos ni cantos de sirenas.
Como se demostró en la minicumbre de Versalles de los dirigentes de Alemania, Francia, Italia y España -los cuatro grandes de una UE sin el Reino Unido-, por primera vez ha dejado de ser tabú la idea de una Europa a varias velocidades, en la que los países que lo deseen puedan avanzar en la integración en distintas materias, como defensa, inmigración o unidad fiscal y bancaria, sin que aquéllos que no quieran sumarse puedan ejercer un veto. Es indudable que una UE a dos o más velocidades tiene sus riesgos. De hecho, siempre ha existido el derecho a acogerse a excepciones, como pasa con el euro o con Schengen, y en la práctica hemos visto cómo eso se traducía en que un miembro como Reino Unido ponía constantes palos en la rueda de la integración. Pero en el escenario actual se antoja imprescindible que una vanguardia de países asuma el liderazgo y tire de los que estén dispuestos a reforzar los poderes del club comunitario. Porque la parálisis actual puede ser más letal para la Unión que el mismo empuje del que hoy disfrutan los eurófobos.

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