España es una duda llena de
dudas políticas a la que se agregan más dudas. Quiero saber qué político es
dudoso y la Ley de la transparencia en lugar de sacarme de dudas me genera más
sospechas y, también, dudas.
¿Cómo, por qué no se les cae
la cara de vergüenza a los políticos, cuando el CIS sitúa a los partidos en tercer lugar entre los
diez problemas más graves que atosigan a los españoles? La respuesta es casi
siempre el silencio y el cinismo. Los partidos políticos están ahí para
solucionar los problemas de España. ¿Y cuál es la realidad? Se han convertido
ellos mismos en uno de los principales problemas que soportan los españoles.
Como el fruto sano se
zocatea enseguida cuando permanece inmóvil junto al que está cedizo, la
corrupción impregna a la clase política española por los cuatro costados. Pero
no es éste, siendo grave, su principal característica porque corrupción existe
en todos los países de nuestro entorno y camina del brazo de la condición humana.
La gran lacra de nuestra clase política es la mediocridad. Hay excepciones
admirables pero en líneas generales asusta la falta de preparación de los
políticos españoles, su incapacidad para la oratoria, su vulgaridad de
pensamiento, su torpeza para la gestión, su desconocimiento de la Historia…
En lugar de cantar la
palinodia y reconocer sus errores, los partidos políticos han afrontado la
crisis manteniendo todas sus subvenciones y prebendas mientras subían los
impuestos hasta cotas confiscatorias y recortaban los gastos que no les
afectaban. El despilfarro de la clase política ni ha cesado ni cesa. Los
partidos políticos, también los sindicatos, se han convertido en gigantescas
agencias de colocación para enchufar a parientes, amiguetes y paniaguados.
España
se ha convertido en un interminable enchufe en el que políticos y sindicalistas
colocan sin límites a sus compromisos. Las cuatro administraciones -la
nacional, la autonómica, la provincial y la municipal- así como las incontables
empresas públicas y otros organismos del más vario pelaje, se dedican a
enchufar a la parentela de políticos y sindicalistas, mientras ellos mismos se
benefician de las más asombrosas prebendas, de los viajes gratis total, de los
suntuosos banquetes, de las oficinas y edificios sin control en los gastos.
He escrito muchas veces que
no se trata de destruir los partidos políticos. Son piezas claves para el
funcionamiento de la democracia pluralista plena. Su desprestigio condujo el
siglo pasado al nazismo en Alemania, al fascismo en Italia, al estalinismo en
Rusia, al franquismo en España, al salazarismo en Portugal… A los partidos
políticos hay que regenerarlos y democratizarlos, cortando de raíz el
clientelismo y el despilfarro. Y eso afecta a todos o a casi todos porque
empieza a hacerse verdad aquella pancarta exhibida en Andalucía hace un par de
años: “Ciudadanos y Podemos, bonitos motes, nuevos grupos que intentan chupar
del bote”
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