Decía Keith Devlin que conocía muchas máquinas que
piensan. Son personas. Máquinas biológicas.
Atención a esta última
frase, «máquinas biológicas». Es una manera práctica de referirnos a cosas que
no comprendemos del todo de forma que sugiere que sí. (Hacemos lo mismo en
física, cuando utilizamos términos como materia, gravedad y fuerza). Personas es
un término seguro, ya que nos recuerda que en realidad no comprendemos de qué
estamos hablando.
Todavía no he
encontrado una máquina digital-electrónica/electro-mecánica que se comporte de
un modo que se pudiese calificar de pensante, y no veo pruebas que indiquen que
eso pueda ser siquiera posible. Los aparatos con pensamiento (sic) tipo Hal que
acabarán gobernándonos están, a mi juicio, destinados a permanecer en el ámbito
de la ciencia ficción.
Solo porque algo
parezca un pato y ande como un pato no significa que sea un pato. Y si una
máquina presenta algunos rasgos del pensamiento (por ejemplo, la toma de
decisiones) no significa que sea una máquina pensante.
Admiramos la
complejidad del diseño de las cosas que hemos construido, pero podemos hacerlo
solo porque las hemos construido, y por tanto comprenderlas verdaderamente.
Solo hay que poner las noticias en televisión para recordarnos que no estamos
ni mucho menos cerca de entender a las personas, sea individualmente o en
grupos. Si por pensar nos referimos a lo que hace la gente con su cerebro,
entonces calificar cualquier máquina que hayamos construido como pensante es
pura arrogancia.
El problema es que los
humanos somos unos ingenuos seducidos por el síndrome del «si anda como un
pato, es un pato». No porque seamos estúpidos, sino porque somos humanos. Los
propios rasgos que nos permiten actuar la mayoría de las veces a favor de
nuestros intereses cuando nos enfrentamos a una posible sobrecarga de
información en situaciones complejas nos hacen vulnerables ante esa seducción.
Recuerdo hace muchos
años entrar en un laboratorio de robótica antropoide en Japón. Parecía el
típico departamento de ingeniería de élite. En una esquina había un dispositivo
esquelético de metal, engalanado con cables, cuyo contorno se asemejaba al de
un torso humano. Los brazos y manos de aspecto sofisticado eran, supongo, fruto
de mucha investigación ingeniera, pero no estaban activos durante mi visita, y
no reparé en ellos hasta después. Toda mi atención, al entrar y durante gran
parte del tiempo que estuve allí, la acaparaba la cabeza del robot.
En realidad, no era en
absoluto una cabeza. Era solo un marco de metal con una cámara en el lugar
correspondiente a la boca y la nariz. Sobre la cámara había dos bolas blancas
(del tamaño de pelotas de ping-pong, que quizá es lo que eran), a las que
habían pintado pupilas negras. Sobre los globos oculares, dos grandes clips
hacían las veces de cejas.
El robot estaba
programado para detectar el movimiento y recoger fuentes de sonido (quién
estaba hablando). Movía la cabeza y los ojos para señalar y seguir a quien se
moviera, y levantaba sus cejas de clip cuando el individuo detectado hablaba.
Lo que me llamó la
atención fue lo vivo e inteligente que parecía el aparato. Sin duda, todos
sabíamos exactamente lo que estaba pasando, y lo simple que era el mecanismo
que controlaba la mirada de los ojos y las cejas de clip. Era un truco. Pero
era un truco que se remontaba a cientos de miles de años de desarrollo humano
social y cognitivo, así que nuestra respuesta natural era la que normalmente
deduciría otra persona.
Yo ni siquiera era
consciente de cómo funcionaba el truco. Mi amigo y por entonces colega de
Stanford, el difunto Cliff Nass, dedicó cientos de horas de investigación a
demostrar cómo los humanos estamos genéticamente programados para atribuir
agencia inteligente basándonos en muy pocas y simples pistas de interacción,
reacciones que son tan profundas y arraigadas que no podemos suprimir.
Es probable que hubiese
alguna IA sofisticada que controlara los brazos y las manos del robot -si se
hubiesen conectado durante mi visita-, pero los ojos y las cejas los controlaba
un programa muy simple.
Aun así, ese
comportamiento bastaba, así que, durante mi visita, tuve la clara sensación de
que el robot era un participante curioso e inteligente, capaz de seguir lo que
yo decía.
Lo que yo estaba
haciendo era, naturalmente, valerme de mi humanidad y mi inteligencia. El robot
no estaba pensando.
Ese aprovechamiento de
la inteligencia humana está muy bien si se usa el robot para limpiar la casa,
reservar billetes de avión o conducir el coche. ¿Pero querríamos que esa
máquina fuese miembro de un jurado, tomara una decisión vital respecto a un
procedimiento clínico, o que tuviera el control de nuestra libertad? Yo desde
luego no.
Así que, cuando me
preguntan qué pienso de las máquinas que piensan, respondo que, en su mayor
parte me gustan, porque son personas (y tal vez otros animales, también).
Lo que me preocupa es
el grado creciente en el que estamos cediendo aspectos de nuestra vida a
máquinas que deciden, a menudo con mucha más eficiencia y fiabilidad que las
personas, pero que definitivamente no piensan. He ahí el peligro: máquinas que
pueden tomar decisiones, pero no piensan.
Tomar decisiones y
pensar no son lo mismo, y no deberíamos confundirlos entre sí. Cuando
utilizamos sistemas de toma de decisiones en asuntos de defensa nacional,
asistencia sanitaria y economía, como hacemos, los peligros potenciales de
dicha confusión son particularmente elevados, tanto a nivel de individuo como
de sociedad.
Para protegernos de ese
peligro, es útil ser conscientes de que estamos genéticamente programados para
actuar con credulidad, atribuyendo agencias inteligentes a ciertos tipos de
interacciones, sea con personas o con máquinas. Pero a veces, un aparato que
parece un pato y anda como un pato es solo un aparato. No es un pato, tampoco
una pata.
Muito interessante. Pensva eu, ha alguns dias, o que e a vida. Nao encontrei melhor resposta - simplesmente vivemos, como o seu robo. So o. nosso pensamento (transformado em ação) faz de nós humanos, para o bem, para o mal ou para nada. Não há tempo para mudar as consequências dos nossos antigos pensamentos, quando ainda nem sabíamos que éramos humanos.
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