No se si Cataluña es de España o viceversa, lo que está claro es esta situación empobrece a ambos dueños.
Domingo, día electoral
en Cataluña. Estas elecciones cuyo carácter plebiscitario es ilegítimo,
vienen precedidas por fenómenos distorsionadores, como ciertas advertencias
dramáticas —unas, racionales; otras, exageradas— pero tardías, y los contrarios
blindajes espurios denunciando sin fundamento un discurso del miedo. También
hemos asistido estos días a la impostura intelectual de convertir la
reivindicación probablemente mayoritaria de celebrar un referéndum —algo que
acabará ocurriendo— en un sucedáneo del derecho de autodeterminación (aplicable
solo en casos de países coloniales o sometidos a genocidio), el derecho a
decidir (inexistente en Constituciones democráticas). La manipulación se ha
extendido hasta convertir ese derecho inexistente en un clamor por la
independencia. Este deslizamiento aparentemente ingenuo conlleva efectos
perversos: la confusión de los ciudadanos, su abusivo recuento en beneficio del
secesionismo, la exclusión de quienes no comparten ese supuesto “sueño”. Si a
todo ello se le añade un calendario de separación exprés, estamos en presencia
del famoso proceso, al que todo buen catalán debería presuntamente apuntarse.
Más allá de estos
lamentables avatares, nos encontramos ante una votación que no será la estación
final de este problema. Sea cual sea el resultado, la solución a la cuestión
catalana solo puede obtenerse por aplicación de métodos estrictamente
democráticos, sobre todo el diálogo y la negociación.
Puede entenderse el
reparo de quienes observan en la apuesta por el diálogo un cierto voluntarismo
ingenuo y se preguntan con razón: pero, negociar, ¿sobre qué? ¿sobre la
independencia? No es desde luego la mejor opción, en términos democráticos,
porque se trata de la fórmula más extrema y menos susceptible de cuajar amplias
mayorías; y porque resultaría irreversible, pues es difícil recomponer aquello
para cuya ruptura se sembraron semillas de disensión y recelo, cuando no de
odio. Tampoco en términos económicos, por cuanto la sinergia de las dinámicas
cohesionadoras añade mucho más al conjunto que la suma de sus elementos
originarios.
Descartada esa salida
maximalista y lesiva para los intereses de todos, la mejor opción sería abrir
camino a una reforma del Estado, no solo para que los catalanes se sientan más
cómodos en él (un objetivo sensato), sino para que beneficie a todos los
españoles. Desde estas páginas hemos defendido una reforma constitucional en
sentido federal, en la que se delimiten las competencias de cada nivel de
gobernanza, se reconozcan los hechos singulares y se denomine a cada territorio
según su peso y preferencias, manteniendo siempre la igualdad básica de
derechos sociales para todos los ciudadanos; una reforma en la que se articulen
sistemas de coordinación federales (Senado); en la que las altas instancias del
Estado demuestren la riqueza del plurilingüismo incorporando progresivamente su
práctica normal; y en la que se repartan elementos de capitalidad según el
modelo alemán, más en sintonía con nuestro país que el francés.
Esta reforma es el
objetivo en el que el desarrollo de Cataluña pueda encontrar el mejor acomodo.
Pero las exigencias formales —consenso y calendario— dificultan tenerla
disponible en un plazo deseable. Una de las posibilidades sería desarrollar con
carácter previo un nuevo estatus —plasmable en un acuerdo entre los partidos o
en una enmienda ad hoc de la Constitución— que permitiera a los ciudadanos de
Cataluña ver reconocido su carácter nacional. Ese paso serviría para ratificar
que las competencias del autogobierno de Cataluña no son invadidas, para
cotejar que su contribución (justa) a la caja común y a la solidaridad
interterritorial conlleva un retorno equitativo que no les haga perder
posiciones en la clasificación de la financiación per capita, y para que su
lengua sea asumida como parte del patrimonio común.
Todo esto puede caber
en múltiples propuestas o fórmulas, y sería bueno que el referéndum pendiente
(en todo el territorio: constitucional; o en parte de él: estatutario) acabe
celebrándose sobre ellas. Pero todas esas fórmulas son contrarias a un
escenario de ruptura. Prefiero invitar a los ciudadanos de Cataluña a impulsar
y presionar para hacer posibles las reformas indicadas, en primer lugar,
acudiendo a votar, y haciéndolo por las distintas formaciones que se declaran
contra la ruptura. Porque los beneficios del ser más nos hace a todos más
fuertes; y los de estar juntos nos hace mejores, no solo en términos
económicos, políticos o estratégicos, sino también familiares, culturales y
emocionales. Son valores tan potentes en sí mismos, tan superiores a su
negación, que ni siquiera hace falta resaltar los inconvenientes que causaría
su ausencia.
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