El comunismo de Carrillo y el populismo de Maduro han acabado con la farsa de Pablo Iglesias (Dimisión en breve)


Por bigardo, bohemio, embrollador, desordenado, despreocupado, errante, fracasado, libre, pasota, abandonado, confuso,holgazán, vago y perturbado mental el portavoz de estos calificativos, Pablo Iglesias ha dimitido como político y como persona. Pero los pormenores de dicha dimisión los publicaré esta noche.



Las últimas elecciones, con la llegada parcial de los populismos al poder municipal y autonómico -y el esperpéntico desempeño con el que han iniciado su tarea en esas administraciones, para el regocijo, asombro e irritado debate de la mayoría de la población-, quizá nos ha hecho olvidar un peligro transitoriamente conjurado: la amenaza de una explosión social en nuestro país. En 2011 o 2012 no era difícil escuchar en las conversaciones privadas el miedo o la certeza de que esa explosión social habría de producirse de forma más o menos inmediata e irremediable, donde la ira popular se cobraría sus víctimas y el orden democrático nacido de la Transición quedaría herido de muerte.



Buena parte de la nueva generación de jóvenes políticos -con la inestimable ayuda de viejas glorias aisladas de la izquierda que nunca aceptaron el plan de reconciliación lanzado por el Partido Comunista de Santiago Carrillo-, trabajaron duro estos años pasados para lograr que esa explosión social fuera un hecho consumado. ¿Recuerdan a aquellos sindicatos de temporeros andaluces que escenificaron asaltos a supermercados? Creyeron encontrar el momento oportuno para servir de espoleta de ese estallido colectivo que tuviese como primeras dianas las cadenas de alimentación y las entidades bancarias, siguiendo el prototipo de la Argentina del “corralito”, y de ahí al asalto y colapso de las instituciones. ¿Se acuerdan de las convocatorias para el “asalto al Congreso” al socaire de las “mareas”?, ¿las algaradas nacidas en los centros educativos?, ¿los movimientos vecinales para aplastar violentamente proyectos urbanísticos? Un sinfín de espoletas calculadas con el objetivo de provocar la ansiada deflagración social aprovechando en su propio beneficio la tensión generalizada a raíz de la crisis. La concentración del 15-M había creado un alucinado espejismo que pudo haber logrado un estallido incivil más, en la larga lista de los que jalonan y abochornan nuestro pasado histórico.



La semblanza de los nuevos redentores, recién accedida a puertas institucionales, ha experimentado un imborrable garabato al fracasar sus esperanzas de insurrección y voladura social, pasando -por el momento-, de lo épico a lo grotesco en sus primeros pasos como políticos profesionales. Pero esa semblanza es mucho más amplia y posee raíces insospechadas en lo que llevamos de este siglo. Los dictámenes más apresurados vinculan la fisonomía de esta nueva clase política al paro y los recortes en los presupuestos tras la crisis. Mi experiencia apunta a épocas mucho más remotas, donde la circulación de un dinero fácil estaba bien asentada y la prosperidad indefinida no se ponía en tela de juicio. José María Aznar había vencido electoralmente a Felipe González, quien había instaurado en el PSOE un sentido patrimonial del poder, el cual aparentemente le pertenecía por una supuesta hegemonía moral autootorgada. En un escasísimo lapso de tiempo después, vi llegar a las aulas universitarias nuevos estudiantes que habían mutado como por arte de magia el perfil de la década anterior. En aquel entonces, con el paso de un siglo a otro, no podía salir de mi asombro ante el novedoso sesgo que tomaban en las aulas las tareas de debate sobre libros, pensamiento, teatro, literatura.



Aquellos nuevos alumnos poseían un indudable talento para la cultura del espectáculo. Un instinto certero, sin duda, para la cibercultura. Pero más aún para el giro que adoptaban los medios de comunicación, la profusión de pantallas que entonces comenzaban a proliferar –y muy especialmente el nuevo modelo de televisión-, desarrollada bajo el hechizo simbólico de un programa estrella: Gran Hermano. La pantalla se erigía como la realidad por antonomasia y la era Gutenberg se mostraba en patética agonía. Dejaba todo ello su impronta en un inusual afán de protagonismo. Pareciera que muchos de estos jóvenes, en vez de estar participando en un debate universitario, se viesen a sí mismos como actuando ante una cámara. Aquel viraje generacional, se acompañaba de otros muchos síntomas. De una nivelación de jerarquías, una simplificación demagógica de los contenidos intelectuales, una profunda erosión de la comprensión lectora, unida a una insolencia frente a la autoridad y un descaro contra todo lo prestigioso. De ahí que el significado de los textos debía desentrañarse no mediante un esfuerzo reflexivo a partir del conocimiento, sino a través… ¡de una negociación asamblearia! En términos políticos, esto se traducía en una negación radical del carácter democrático de los sistemas electorales -la asamblea era el ideal-, y una simultánea banalización de los regímenes criminales del siglo XX, que a sus ojos se veían equiparados con la democracia representativa como si se tratara de una misma cosa.



La primera vez que tuve que enfrentarme a una clase con estas características, donde se sostenía mayoritariamente que el régimen nazi alemán era, en lo sustancial, idéntico a la democracia estadounidense, a través del debate sobre textos de Berlolt Brecht y John Steinbeck, después de acaloradísimas disputas, solo pude exclamar para mí… ¡qué desafortunado grupo me ha tocado este año! Pero no: no era ese año. Era el comienzo de una larga serie de años ahondando en la misma dirección. Sin duda, la izquierda española estaba llevando a cabo una exitosa operación en la juventud casi adolescente de entonces, aprovechando las inmensas carencias educativas de la enseñanza preuniversitaria. Los Gobiernos de José María Aznar eran, así, indignos para ellos porque no encarnaban más que la dictadura franquista impuesta ahora por otros medios distintos al poder militar. Dictadura y democracia liberal eran lo mismo. Esta es la idea fija que desde el PSOE hasta la extrema izquierda grabaron en gran parte de esa juventud, de forma eficiente e indeleble, durante aquella época de derrota política socialista jamás aceptada.



Solo que aquella juventud globalizada rebasó muy pronto la escala nacional de estas ideas, para darle una dimensión internacional y considerar a las democracias occidentales en su conjunto similares a fascismos totalitarios encubiertos y aborrecibles, bajo el control del puño de hierro del gran capital que ejercería un supuesto poder en la sombra. Esta fantasmagoría paranoica se superpuso a los hechos reales en buena parte de esta generación, adquiriendo visos de una verdad fuera de discusión y pergeñando los primeros trazos inequívocos del semblante de esos políticos que se ofrecerían después como nuevos redentores.



En aquel entonces, espoleado por la curiosidad de aquel para mí raro fenómeno aún en sus albores, traté de indagar en el trasfondo personal de aquellos jovencísimos estudiantes universitarios que en otros muchos aspectos de su creatividad me despertaban una entrañable simpatía. Para explicar lo que percibí debería recurrir a conceptos elaborados brillantemente por el filósofo alemán Peter Sloterdijk. Palpé en esta generación la carencia -y la búsqueda apasionada- de lo que el autor de Ira y tiempo ha sintetizado en el concepto griego de Thymós. Es decir, la autoestima, el orgullo legítimo, el afán lleno de ansia por ser protagonistas de la Historia. También percibí que, en la novela familiar de todos ellos, ese anhelo estaba pisoteado por lo que ellos entendían como “Mito de la Transición”. Sus padres habían protagonizado la Transición y en los relatos familiares de todos ellos se había exacerbado hasta el delirio ese protagonismo. A la vez, de forma ya sea implícita o explícita, esos progenitores asignaban a sus vástagos un papel subalterno y casi parasitario en los grandes beneficios que habían heredado sin esfuerzo alguno.



No era de extrañar que el “Mito familiar de la Transición” fuese instintivamente aborrecido y tomado como primer gran obstáculo para su propio protagonismo histórico, pues pisoteaba sus posibilidades de thymós, de orgullo legítimo de ser actores en primera línea del transcurso histórico. Se necesitaba un relato alternativo, crear una narrativa heroica que les proporcionase su autoestima generacional. La llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero destrozó de forma definitiva el espíritu de consenso de la Transición cimentando los primeros compases de ese anhelado contrarrelato épico frente a la épica de sus progenitores. Acabar con el régimen de la Transición representaba el primer paso para constituirse en héroes y protagonistas de primera mano de un nuevo Mito: la épica tarea de desenmascarar la dictadura embozada tras las urnas democráticas.



Esos jóvenes, formados en la cultura a lo Harry Potter de un euro que multiplicaba como por arte de magia los panes y los peces, y enfrentados después abruptamente tras sus estudios a una gravedad, una escasez o unos límites para los que jamás fueron preparados, su labor épica tomó un nuevo curso que les independizó de la izquierda institucional encarnada por el PSOE e Izquierda Unida que había encauzado sus primeros avances. Aquí la semblanza de los nuevos políticos surgidos de esta generación adquiere rasgos todavía más contundentes. En vez de apoyarse en el pensamiento occidental, el embrión de las nuevas clases dirigentes en proceso de emerger a la vida pública, se inspiró por el contrario en la épica política de la izquierda hispanoamericana. Y aquí se fraguó su profundo error que hoy cosecha situaciones tan excéntricas.



Se absorbió acríticamente la retórica de una izquierda tercermundista, tomada en su base del populismo peronista y su excrecencia caribeña en el chavismo venezolano. El pueblo contra la oligarquía propio de la izquierda hispanoamericana, fue reformulado con el lema de “el pueblo contra los mercados”, para que encajase en un ámbito europeo. No izquierda contra derecha, sino los de abajo contra los de arriba. El desprecio a las instituciones consustancial al populismo tercermundista, se adecúo convenientemente al desprecio y propósito de destrucción de las instituciones españolas surgidas de la Transición, y ya de paso, de las instituciones procedentes de la Unión Europea. ¡El thymós, el orgullo por el protagonismo histórico, ahora sí que estaba encaminado a un relato hegemónico, que dejase en ridículos pañales a los mitos de las generaciones precedentes! Fueron adoptados los escraches peronistas -sin cambiar ni la terminología originaria-, se imitaron los talantes, las balandronadas y las amenazas expropiatorias de Hugo Chávez, ensalzado como el máximo héroe político del siglo XXI. Sin duda, ese populismo tercermundista importado íntegramente de Hispanoamérica, estaba embebido de un caudillismo trasnochado y escasamente compatible con la realidad europea. La sublevación popular, la explosión social, la deflagración total de la masa, era así el trance definitivo de los que ya se veían a sí mismos como redentores del imaginario fascismo-democrático que nos afligía.



Con este semblante, han accedido a la vida pública unos nuevos políticos que llegaban para salvarnos de los viejos políticos corruptos. De estos dos males, ¿cuál es el mal menor? Sin duda, ninguno de los dos si no una tercera vía que está llamada a ser quizá el cauce de la solución: jóvenes políticos no redentores que hagan reformas lejos de la corrupción institucionalizada. ¿Y los mesías tercermundistas que tanta seducción ejercieron con su factor sorpresa? La inmensa mayoría de la población les ha dado la espalda en su propósito de una insurrección demoledora. Sin ella, se han visto obligados a participar, e incluso regir, instituciones por ellos antes despreciadas. Armados con sus decálogos tercermundistas han iniciado una andadura muy lejana de sus sueños épicos. Sus primeros frutos son hoy chapuzas, inoperancias, medidas grotescas, acciones esperpénticas. Lo que resulta perfectamente comprensible a consecuencia del choque entre una ideología caduca tomada del Tercer Mundo y su intento de aplicarla a una realidad europea, por completo ajena a tales entelequias. La semblanza de los nuevos políticos redentores, tras hacerse cargo de parcelas de poder, ha perdido su perfil mesiánico para adquirir cierto cariz bufonesco.



Algo que va a herir profundamente su thymós, su autoestima, su orgullo, y que provocará sin duda reacciones imprevisibles. Cabría soñar con una autocrítica que les permitiera desprenderse de su juvenil afán redentor tercermundista, pues despojados de mesianismo y populismo si tendrían una viable misión histórica de protagonizar una necesaria renovación. Sin embargo, este deseable giro en su semblanza último resulta hoy por hoy más una pretensión improbable que una realidad. Convertidos en comparsas de un posible Gobierno de coalición, es muy probable que su frustración por aquella fracasada explosión colectiva, se traduzca en una exacerbación del caudillismo importado de la izquierda tercermundista hispanoamericana.



No lo minusvaloremos. De tener éxito, sus efectos destructivos serán aún más demoledores que una puntual rebelión popular. Como afirmase recientemente el propio Peter Sloterdijk, “el populismo suministra hoy la prueba de que el cesarismo también funciona con comparsas”. Libré



mosnos democráticamente de esas comparsas caudillistas, pongámonos a salvo de los redentores.

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