La constitución
vigente, que ha prestado grandes servicios, ya no es suficiente para garantizar
nuestros derechos. Estamos obligados a fijar nuevas reglas que limiten el
poder, también financiero y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes
La necesidad lo
determina todo. Somos la única especie que para poder vivir tiene forzosamente
que decidir, tiene que elegir y competir. Y esta necesidad se ha convertido en
nuestra categoría diferenciadora y nos ha forzado a organizarnos y a fabricar
el Derecho, un conjunto de palabras, de reglas que inventamos para poder
defendernos, para poder mantenernos. La verdad en derecho es verdad porque nos
interesa.
Por eso no hay un
Estado sin Derecho aunque solo el Estado de derecho, la democracia, viene
regulada y sometida a una norma superior que nos dice quién puede ejercer el
poder y en qué condiciones, cómo se hacen las leyes y cuáles son nuestros
poderes. Así es; la Constitución es un producto nuestro, demasiado nuestro:
parcial, imperfecto, caprichoso y siempre interesado, que debe cambiar porque
sus palabras también envejecen y se desgastan como cualquier otra materia.
La Constitución es como
el agua o el oxígeno, una herramienta, no un fin; un instrumento que no tiene
nada trascendente. Un pacto, un contrato social que institucionaliza un
determinado “orden” que será justo si sirve para realizar los derechos. Por eso
la Constitución o la ley a toda costa no tiene sentido, porque lo primero debe
ser la persona, todo lo demás son medios e instrumentos.
Y así hace apenas una
generación los ciudadanos nos tomamos muy en serio y consensuamos la mejor, la
más eficiente Constitución de nuestra historia. Pero todo lo que tiene un
principio tiene un final. ¿Cómo podría ser si no? Todo aquello que se produce
nace y muere, y nuestro actual contrato social, sobre todo después de la última
reforma, está herido, fuera de época y los poderes del Estado muestran claros
síntomas de debilidad y la debilidad es ruidosa como la copa vacía que siempre
hace más ruido que la llena, y autoritaria, porque el más armado suele ser el
más cobarde.
La forma de elección de
nuestros representantes, necesaria y adecuada para consolidar la democracia
tras décadas de dictadura, no nos representa y las dotadas y caras
instituciones de garantía han dejado de ser comisiones de control para
convertirse en instrumentos de los partidos y del Gobierno al que debieran
vigilar. Sencillamente, están a sus órdenes, pendientes de sus intereses e
instrucciones.
El príncipe de cada
partido designa a los diputados y senadores que nombran directa o
indirectamente a los miembros del Tribunal Constitucional, Consejo General,
Defensor… y terminan nombrando a sus ministros y a gran parte de la
Administración central, autonómica y local, también a los consejeros de
empresas públicas, del Banco de España… Esto ocurre hoy, cuando es más
necesario que nunca poner freno al caciquismo y clientelismo de la función
pública, entre otras cosas porque oculta y facilita la corrupción. Por eso, el
cambio también implica sacar a los amigos y familiares de los cargos públicos y
eliminar los privilegios de aquellos partidos políticos que han recibido dinero
de forma ilimitada de cajas y bancos que salvamos de la quiebra con nuestros
impuestos.
Es más necesario que
nunca frenar la corrupción, el caciquismo y el clientelismo
¿Qué duda cabe? Los
partidos endogámicos están contribuyendo a debilitar la democracia al
instrumentalizar las instituciones de garantía en su propio interés y
convertirlas en muros de contención de las protestas. Cuando las cosas van mal,
cuando arrecian los gritos de indignación de la gente, piden un informe o
aprueban una norma para intimidar.
Han convertido la ley
en propaganda, en objeto de consumo. Se anuncian, tramitan y reforman para
calmar los ánimos, para distraer la atención o desarticular una protesta. Leyes
ligeras, sin consistencia, aprobadas para la galería y a menudo poco claras,
coyunturales, sin vocación de continuidad, incluso mal redactadas, con un
exasperante legalismo, un exceso de concreción, de rigidez, de detalle basado
en la idea interesada de que la realidad social puede y debe controlarse
totalmente por las normas.
Por eso repiten sin rubor
“la legalidad y la constitucionalidad por encima de todo”, porque defienden su
legalidad y su constitucionalidad y la defienden porque está a su servicio y
con ella nos amenazan. Incluso pueden convertir la reforma constitucional en
una “pose” y decirnos que todo lo hacen por nuestro bien. Pero cuando los
poderes democráticos necesitan levantar murallas de papel legal para protegerse
es que algo se ha roto en el fondo del sistema.
En fin, que la
Constitución vigente, a la que rendimos culto por los servicios prestados, ya
no es ni eficiente ni suficiente para garantizar nuestros derechos y controlar
al nuevo capitalismo financiero global, ante el cual nuestros dirigentes han
levantado los brazos. El resultado es el triunfo absoluto de la lógica mercantil
frente a unos ciudadanos cada día más debilitados, agotados de tanto competir.
Tan peligroso es no
afrontar la situación como afrontarla desde una perspectiva apocalíptica
Es verdad que el
problema en gran medida es global y que siempre ponemos más énfasis en los
momentos de crisis que en las buenas situaciones, al igual que la enfermedad
siempre se siente más que la salud, pero tampoco podemos engañarnos, estamos en
un momento desesperadamente y, en parte, artificialmente complicado, con
conflictos territoriales muy graves sin resolver por miedo a abrir el debate.
¡Presidente! llamamos a la puerta y nadie responde.
Por supuesto que
sabemos que la Constitución por sí sola no puede cambiar la realidad, que no
resuelve los problemas, pero qué duda cabe de que sí nos dice quién puede y
debe hacerlo. Por eso conviene reafirmar nuestro contrato social con una
reforma que no se reduzca al cambio de las comas para disimular o al estudio
exclusivo de la gramática de sus palabras, que coincide con la falsa excelsitud
de quienes ponen los ojos en blanco cuando hablan del “concepto” de “ley” o de
“principios” y no están dispuestos a dejarlos contaminar con historias, casos o
subjetividades.
No tenemos más remedio
que dedicarnos a fijar nuevas reglas que limiten el poder, también financiero,
y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes y la confianza en nuestros
representantes. Necesitamos como el agua un cambio constitucional creíble y que
esté por encima de “todos”.
No hay otra opción,
porque los cambios casi nunca son voluntarios; los cambios suelen ser
inevitables y necesarios y siempre los impulsan los que no están bien, los que
más los necesitan. Y hay que abordarlos, sin los tradicionales extremismos, que
son la mejor forma de eludir los compromisos. Tan peligroso es no afrontar la
situación como afrontarla desde la perspectiva apocalíptica del que se consuela
divulgando sus frustraciones diciendo que no merece la pena hacer nada, que no
hay remedio, que no hay solución porque las hay, aunque parciales y temporales…
Todo se construye a trozos.
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