Históricamente, todo
proceso de unificación o independencia tiene su héroe y su leyenda, que sirven
para reforzar el sentimiento de unidad de las nuevas naciones. Tiende siempre
la ciudadanía emancipada a situar en el altar del imaginario colectivo a figuras
indiscutidas por su arrojo, su inteligencia o su entrega a la causa, que ni
siquiera tienen por qué haber sido los líderes del proceso, violento o no, que
ha conducido a la conformación de la nueva patria. Tenemos así a un Simón
Bolívar, reivindicado ahora hasta la náusea por el chavismo, pero que fue
siempre una figura venerada en Hispanoamérica. Italia tiene en el intrépido y
romántico Garibaldi al héroe del risorgimento sobre el que forjar una épica
propia en un país que no anda sobrado de mitos intachables. Y están también el
aguerrido Michael Collins como símbolo del independentismo irlandés y hasta el
fornido William Wallace como tótem del secesionismo escocés.
El cine se ha fijado
siempre en el poder icónico de esos libertadores de las patrias y ha recreado
sus biografías en diferentes películas con mayor o menor fortuna y no pocas
licencias poéticas. Pero Cataluña tiene ahora un verdadero problema para encontrar
una figura que sirviera tras su más que improbable independencia como santo
laico al que su población, liberada ya del yugo español, pudiera venerar. Y eso
es así porque, frente a esos héroes casi mitológicos, mártires o caudillos de
sus causas patrióticas, el actual desafío independentista catalán lo
protagonizan personajes ínfimos. Políticos que, en lugar de paladines de la
liberación al servicio de un noble ideal, son consumados trileros, maestros de
la trampa, el engaño, la doblez y la chapuza, cuya estrategia consiste en tirar
la piedra y esconder la mano, ocultando la bolita para ver si al final,
arriesgando nada, suena la flauta.
No se imagina uno un
filme de Hollywood sobre las hazañas de Artur Mas, el de la sonrisa floja en el
Camp Nou cuando lo de la pitada; el contumaz trapisondista que falsifica la
historia y cambia de principios cada día para seguir en el machito y el que, en
lugar de abanderar la revuelta, se parapeta tras las dos mujeres que lideran
las plataformas soberanistas. Tampoco servirían para un Braveheart a la
catalana el pícnico Junqueras, especialista en la suerte tremendista de decir
en voz baja y poniendo cara de pasmado barbaridades como establecer diferencias
genéticas entre españoles y catalanes, ni David Fernández, el fofisano lanzador
de alpargatas de la CUP. Y, aunque físico no le falta, no parece que el
profesor de lambada que encabeza la caótica lista de Junts pel Sí, cuya
iniciativa más relevante es haber pedido que Europa investigue el pisotón de
Pepe a Messi, dé para una epopeya independentista. Claro que peor lo tienen los
soberanistas que busquen más atrás y comprueben que aquel Pujol que inició todo
esto, al que consideraban un Bolívar con barretina, era solo un presunto
delincuente y defraudador confeso. Malos tiempos para la épica soberanista en
Cataluña.
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