Uno de los más ilustres
economistas de la London School of Economics, Lord Richard Layard, como buen
lord, podría estar pasando sus días languideciendo en la Cámara de los Lores (y
sí, a menudo se le ve por allí). En su lugar, dedica su carrera posjubilación a
mostrar que es crucial incrementar sustancialmente el gasto en salud mental. De
acuerdo con sus estudios, esta inversión es en parte rentable para los
contribuyentes incluso en términos puramente, reduccionistamente, económicos.
La primera observación
es la elevadísima prevalencia de estas enfermedades. De acuerdo con un estudio
de 2002 de la Organización Mundial de la Salud, la enfermedad mental es
responsable del 50% de todas las discapacidades en Europa Occidental. Su
importancia es mayor que la de los efectos combinados de los dolores de
espalda, problemas cardiacos, problemas pulmonares, diabetes, cáncer y todo el
resto. En España, de acuerdo con el Estudio Europeo de la Epidemiología de los
Trastornos Mentales, uno de cada cinco españoles sufre durante su vida algún
trastorno mental. La incidencia es algo menor entre los hombres y mayor entre
las mujeres, y aumenta significativamente con la edad tanto en hombres como en
mujeres.
El coste económico de
la enfermedad mental es muy importante. Primero, la OCDE calcula que un tercio
de los gastos por discapacidad se deben a estas patologías. Segundo, las tasas
de empleo entre los que sufren las peores enfermedades mentales son un tercio
menores que las de las personas sanas. Finalmente, el coste en términos de
bajas por enfermedad es enorme: la mitad de estas se deben a la enfermedad
mental. El pasado miércoles, en una conferencia sobre estrategias de salud
mental, la representante del Ministerio de Sanidad estimó en un 8% del PIB,
unos 83.000 millones de euros, el coste total de la enfermedad mental en
España, incluyendo todos los costes arriba detallados. El coste económico es
obviamente solo la punta del iceberg del sufrimiento que la enfermedad mental
causa a los enfermos y a sus familias. Recientes estudios sobre felicidad y
satisfacción con la vida realizados en el Reino Unido muestran que la
enfermedad mental es responsable de más infelicidad incluso que la pobreza.
“La OCDE
calcula que un tercio de los gastos por discapacidad se deben a la enfermedad
mental”
Sin embargo, y quizás contrariamente
a lo que la sabiduría popular sugiere, la evidencia apunta a que gran parte de
la enfermedad mental responde bien al tratamiento. En particular, dos tipos de
terapia han demostrado tener un impacto claramente positivo en rigurosas
evaluaciones con doble ciego, de acuerdo con el Instituto Nacional de Salud y
Excelencia Médica del Reino Unido (NICE): la medicación, y la terapia cognitiva
conductual. Los cientos de estudios al respecto sugieren, por ejemplo, que el
60% de las personas deprimidas saldrán de su depresión tras cuatro meses de
tratamiento, bien con terapia cognitiva conductual, bien con tratamiento con
fármacos.
La terapia cognitiva
conductual es muy diferente de la terapia psicoanalítica. Al contrario que los
largos tratamientos en los que el paciente habla de su pasado, esta terapia
está orientada a dar a los pacientes herramientas prácticas para enfocar sus
problemas de forma más positiva. El NICE británico la considera eficaz contra
la depresión, ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo, pánico, trastorno por
estrés postraumático, insomnio...
Cuando una enfermedad
tiene un coste social y emocional tan alto, parece evidente que invertir en
terapia es necesario. Si la terapia es eficaz en muchos casos, y tiene un coste
relativamente reducido, el argumento parece inapelable. Efectivamente, lord
Layard muestra que los números (incluso en una perspectiva puramente económica)
son inapelables para muchas enfermedades mentales. Según su cálculo, usando
datos del Reino Unido, en un periodo de dos años y medio el coste de una
terapia basada en psicofármacos o en 16 sesiones de terapia cognitiva
conductual sería de 1.000 libras. El beneficio de esta terapia se puede estimar
en una media de ocho meses adicionales sin depresión, lo que genera un retorno
de tres veces el coste, que en parte se lleva el contribuyente vía impuestos.
Desgraciadamente, a pesar de que el argumento emocional, social y económico a
favor de la inversión en salud mental parece extremadamente claro, la atención
dedicada a estos enfermos por los sistemas públicos de salud es insuficiente y
la situación se ha deteriorado sustancialmente en los años recientes.
El nivel de atención y
de inversión en estas enfermedades es generalmente muy bajo. Lord Layard
argumenta en un reciente artículo que mientras el 75% de los enfermos con
enfermedades físicas sigue algún tratamiento, solo uno de cada cuatro enfermos
mentales está en tratamiento, tanto en EE UU como en Europa continental. Las
razones son varias: en primer lugar, en algunas ocasiones el enfermo no busca
el tratamiento porque teme el estigma asociado; en segundo lugar, los
importantes avances en salud mental de las últimas décadas no han sido
entendidos por la población enferma, que en muchos casos no es consciente de
que la depresión, la ansiedad, etcétera, pueden ser tratados con éxito.
Finalmente, existen insuficientes recursos en la mayor parte de los sistemas
sanitarios dedicados a estos problemas.
“Mientras tres de cada
cuatro afectados por enfermedades físicas siguen algún tratamiento, solo uno de
cada cuatro enfermos mentales lo hace”
Si el punto de partida
era malo, la reciente crisis ha agravado la situación. Por un lado, ha
aumentado la demanda y las necesidades de atención. Un trabajo de investigación
reciente liderado por la Dra. Margarida Gili en la Revista Europea de Salud
Pública mostraba (aunque usando solo la población que sí acude en busca de
tratamiento a los Centros de Atención Primaria) que hubo significativos
aumentos en España de los trastornos del ánimo (20% y 9% de aumento de la
depresión y ansiedad, respectivamente) durante la crisis. Los investigadores
atribuían (aunque la dirección de la causalidad es difícil de establecer) un
tercio del riesgo total de problemas mentales a la combinación de desempleo y
de exceso de deuda hipotecaria.
Por otro lado, los
recortes en sanidad pública han afectado especialmente a la oferta de salud
mental, con cada vez más largas listas de espera, retrasos en los tratamientos
y escasez de profesionales denunciados por asociaciones de pacientes y de
familiares en prácticamente todas las Comunidades Autónomas. Y sin embargo,
como argumentábamos arriba, la evidencia sugiere que este es un problema en el
que un esfuerzo decidido y coordinado puede producir un gran impacto. Parece
prioritario en particular hacer tres intervenciones. En primer lugar, es
crucial concienciar a la población de que gran parte de los problemas de salud
mental tienen solución, contrariamente a la impresión popular. En segundo
lugar, hay que invertir más en el tratamiento de estos problemas, dado que este
tratamiento es eficaz, eficiente y tiene un coste inferior a su retorno social
y económico.
En tercer lugar,
existen una serie de enfermedades mentales graves (como la esquizofrenia, por
ejemplo), de las que el trabajo de Layard habla poco o nada, de muy difícil
tratamiento, que requieren una extensa coordinación entre dispositivos
sanitarios y sociales. El reconocimiento de que buena parte de la atención en
salud mental es rentable debe servir para liberar recursos adicionales, y no
solo sanitarios, para que los enfermos mentales más graves puedan recibir la
atención necesaria, independientemente de que sea rentable, y para que sus
cuidadores y familiares reciban también el apoyo que requieren.
Luis Garicano, catedrático
de economía y estrategia en la London School of Economics.
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