Ucrania cuyos límites y
fronteras nunca han sido de fácil determinación, parece constituir hoy una zona
de transición donde no hay un perfil claro de dónde termina Europa y dónde
inicia el imperio ruso con su extensión hasta Asia. El interés de la UE de
mantener la noción de Rusia en tanto un país europeo indica claramente la
motivación de no caer de nuevo en la tentación de definir líneas duras de
separación, sino más bien de articular una comunidad de convivencia. No es un
asunto sin peligro. La actual estrategia militar de Rusia de buscar defender su
interés y no salir humillado del cambio de régimen en Kiev es una estrategia no
exenta de peligro; así como su móvil de mantener garantizado sus derechos en la
península de Crimea, por cierto un lugar de mayor importancia estratégica para
la flota rusa del mar Negro. Por otro lado, Washington ya reaccionó de manera
no menos drástica: se piden sanciones y la suspensión de la membresía de Rusia
en el G8, acción simbólica que no afectará en demasía a un líder como Vladimir
Putin que no padece de falta de autoestima en su proyecto de la Gran Rusia y
quien no desea obedecer sin rechistar a lo que considera una imposición de
Occidente, especialmente por parte de la UE, en el afán de
ésta última por expandir más hacia oriente y acosar así a la misma Rusia.
Que la situación se
recrudeciera era de esperarse después del derrumbe del gobierno de Victor
Yanukóvich, quien se fuga a Rusia para servir ahora como demandante de una
intervención en su país para recuperar el poder. Que Rusia haya destacado
16,000 efectivos militares en la península de Crimea con el argumento de
proteger los derechos de la población rusa en este espacio y prevenir actos
terroristas, es considerado por Estados Unidos como agresión y violación del
derecho internacional. Podría suponerse entonces que en el conflicto
sobre Ucrania sería una reedición de la Guerra Fría con un choque de los dos
grandes poderes, típico de los tiempos de la Posguerra. Sin embargo, esta
primera impresión es un mero espejismo: No nos encontramos ni en una situación
de una competencia sistémica exacerbada, ni hay una situación de “teléfono
descompuesto” entre las partes – muy al contrario: existe un alto nivel de
comunicación mutua con base en una interdependencia económica construida en las
décadas pasadas.
Así, el símil con la
Guerra Fría no es de gran alcance, tampoco se puede argumentar con una
ideologización exagerada que desea recrear un conflicto entre el mundo de la
libertad y el la reencarnación de la supresión hegemónica. Más bien estamos
viendo una nueva variante del “Great Game” de la escenificación de los grandes
poderes. Pero más allá de lograr una mayor confrontación, Estados Unidos no
tiene muchos elementos a la mano para mejorar la situación de un gobierno
revolucionario en Kiev que tiene poca cohesión, escasa experiencia de gobernar
y todavía menos capacidad de control sobre el territorio nacional y las fuerzas
armadas de su propio país. No son capaces de castigar a Rusia, la intención de
aislar a este país con un fortalecimiento de la integración de sus vecinos con
occidente no resuelve nada por el simple hecho de que esta medida es justamente
un instrumento de la Guerra Fría, inoperante en las condiciones de hoy en día,
25 años después de la caída del Muro de Berlín que se caracterizan por la
interdependencia económica, la responsabilidad global común y la necesidad de
la cooperación para resolver problemas comunes. La misma presencia de empresas
occidentales en Rusia, la dependencia europea del suministro de petróleo y gas
de Rusia, el papel constructivo que Rusia ha asumido en Siria son ejemplo vivo
de esa interdependencia.
A pesar de lo atractivo
que pueda aparecer a primera vista buscar un federalismo o una separación de
territorios, no resulta tan fácil tal operación: primero, porque pocos
territorios son étnica- y lingüísticamente homogéneos (nada más hay que
recordar a los tártaros en la península de Crimea); en segundo lugar, Ucrania
depende de créditos y gas a precios preferenciales de Rusia, al igual exporta
casi en partes iguales a Europa y Rusia; tercero, no hay que olvidar que para
la gran mayoría el dilema de tener que escoger entre Europa y Rusia representa
un exigencia no deseada, más bien se prefiere vivir en buena relación con los dos
vecinos. Finalmente, una división territorial podría implicar grandes
movimientos poblacionales en el país, así como parece darse actualmente por
parte de muchos ucranianos de habla rusa que cruzaron la frontera al país
vecino ante los temores de una mayor inseguridad y la falta de respeto a su
identidad.
Sin el apoyo
internacional, Ucrania no saldrá de su situación aguda del momento, pero
tampoco de su desastre económico. El país necesitará de moderadores creíbles y
con influencia para poder impulsar procesos de reconciliación nacional en mesas
regionales y nacionales con todas las fuerzas sociales. Este papel lo tendrá
que asumir la comunidad internacional ante los altos niveles de polarización y
violencia que ha sufrido el país. Al igual, habrá que movilizar recursos
financieros internacionales que logren estabilizar la economía del país y
recuperar el funcionamiento de las instituciones públicas que se encuentran
actualmente en franca desorganización. Las situaciones actuales de encono no
ayudan en este proceso y la comunidad internacional debería optar por un camino
de moderación para no aumentar los enfrentamientos internos en una nación que
busca su lugar en el nuevo mapa de Europa Oriental
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