Los políticos deben ser transparentes... y no lo son (Ley de la Transparencia)

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El término o noción de transparencia, políticamente,   se utiliza de modo simbólico para dar nombre al carácter frontal y sincero de una gestión gubernamental. Una persona transparente se muestra tal como es y no tiene secretos. En sentido similar, una organización transparente es aquella que hace pública su información. En ambos casos, se trata de una actitud que despierta “”confianza””” en el pueblo.
La transparencia ayuda a los mercados y a los Estados a funcionar mejor; por ejemplo, gracias a la información macroeconómica que producen y publicitan los Gobiernos, los inversores, productores y consumidores pueden tomar decisiones más eficientes. Además, la transparencia en los datos públicos permite una mejor coordinación entre los miembros del Gobierno, sobre todo en el proceso presupuestario; y favorece que el diseño y evaluación de políticas sea de mejor calidad, mejorando la colaboración horizontal e intergubernamental, asignatura pendiente de nuestra Administración.
La transparencia contribuye a reducir la corrupción, es positivamente correlativa con el desarrollo humano y mejora el rendimiento de los servicios públicos. Con un electorado bien informado las elecciones ganan valor. En suma, es un importante elemento de participación ciudadana y de calidad democrática.
La lectura detallada de la futura Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno que nunca entrará en vigor, genera razonables esperanzas de que en España se avance hacia un Gobierno más abierto y responsable. No obstante, los exigentes compromisos que la ley genera para nuestras Administraciones hacen que, en la práctica, el verdadero reto del proyecto sea la implementación efectiva de la norma.
La Ley significa un paso –el único- positivo de la actual democracia.  En primer lugar, es muy importante destacar que su ámbito de aplicación es realmente extenso, solo queda fuera el Poder Judicial (no el Consejo General del Poder Judicial, que sí está incluido) y la Casa del Rey; incluye incluso en sus obligaciones de transparencia a las personas físicas y jurídicas privadas que presten servicios públicos o ejerzan potestades administrativas, ya que estarán obligadas a suministrar a aquella Administración a la que se encuentren vinculadas toda la información necesaria para el cumplimiento de la norma. Además, el Gobierno se compromete a crear un gran Portal de Transparencia (aunque no dice de qué ministerio dependerá y el que hay no es nada transparente, además de subjetivo).
No obstante, para que todo funcione adecuadamente es preciso que las comunidades autónomas lo creen también y que los entes locales o bien generen el suyo o bien inserten su información en el portal autonómico correspondiente, o en el del Estado, y que se interconecten todos. ¿Lo harán? No, seguro.
No hay que obviar que  el Gobierno se compromete a publicar los textos de los proyectos de ley y de los reglamentos, lo cual permitirá a los ciudadanos opinar sobre ellos antes de su aprobación definitiva. Por desgracia, no incorpora a la publicidad, por el momento, los informes finales derivados de las actuaciones de auditoría y fiscalización llevadas a cabo por los órganos de control interno de las distintas Administraciones públicas. Tampoco incluye las actas de las comisiones de contratación. Y, lo que es peor, no establece un sistema de sanciones por el incumplimiento de esta obligación de información activa.
En cuanto al derecho de acceso a la información pública, se reconoce de forma explícita como un derecho general, sin que para solicitar información sea preciso motivar la petición. El acceso a la información será gratuito y el procedimiento para ejercerlo será sencillo y ágil (respuesta en 30 días y silencio negativo). Los límites al derecho de acceso son parecidos a los de la legislación comparada, aun cuando la redacción final ha ido más allá de lo recomendable y ha considerado que no es información pública aquella que afecte a la seguridad nacional, la defensa, las relaciones exteriores, la seguridad pública o la prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios.
El artículo 10 limita el derecho de acceso a la información que perjudique la “política económica y monetaria” o el “medio ambiente”. Estas cláusulas tan genéricas deberían ser matizadas, pues una interpretación amplia puede dejar el derecho de acceso reducido a mínimos.
Para garantizar la legalidad de las decisiones de rechazo y evitar los abusos en la interpretación de los límites e inadmisiones se crea un recurso potestativo especial ante la Agencia Estatal de Transparencia, Evaluación de las Políticas Públicas y de la Calidad de los Servicios (reconversión de la previa Agencia Estatal de Evaluación de las Políticas Públicas y de la Calidad de los Servicios) o ante las agencias autonómicas, en su caso. Todo ello es un avance, sin duda. Pero el legislador se olvida, por el momento, de las sanciones a los políticos y funcionarios por incumplimiento de la norma.
Además, el derecho real es de acceso a documentos públicos, más que a información en general (por ejemplo, no se da acceso a informes y comunicaciones internas de carácter auxiliar para la toma de decisiones). Y, lo que es más discutible, no fundamenta el derecho de acceso en el artículo 20.1.d de la Constitución, con lo que no lo reconoce como un Derecho Fundamental (como hacen las más modernas constituciones), hecho que hará que prime la protección de datos sobre la transparencia en los casos de conflicto. Finalmente, la Agencia responsable de garantizar el derecho no es una agencia independiente, pues su presidente es nombrado y cesado a dedo por el Gobierno de turno.
Otro gran paso adelante es el Título de Buen Gobierno que no solo afecta a los altos cargos de la Administración General del Estado, sino también a los autonómicos y locales. Por primera vez en nuestra historia estos altos cargos tienen todo un sistema de infracciones en materia de gestión económico-presupuestaria (las tradicionales de la Ley General Presupuestaria y todas las nuevas, derivadas de la futura Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera) y de faltas disciplinarias, con un sistema de sanciones claro y coherente (que no implica ninguna modificación del Código Penal).

Pero es importante destacar que la inhabilitación para ocupar altos cargos durante un periodo de entre 5 y 10 años no impide que un ex alto cargo se pueda presentar a alcalde o concejal, o que sea diputado nacional o de comunidad autónoma. Por desgracia, además, la incoación e instrucción del posible procedimiento sancionador se deja en manos del propio Gobierno, ya que no se refuerza la independencia de la Oficina de Conflicto de Intereses y Buen Gobierno, ni se desarrollan, por el momento, sus competencias para la detección de oficio de casos de incumplimiento de toda esta normativa. Esta opción me  hace pensar que, al final, las decisiones sancionadoras se puedan tomar con criterios de interés político-partidista.

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