El capitalismo español
se rige por una peculiar “ley del embudo”, que favorece a la bien conectada
empresa y ofrece el camino más estrecho y lleno de espinas a los verdaderos
emprendedores.
Para los emprendedores
que tratan de construir una empresa a base de una idea y mucha ilusión, la
administración no es más que una fuente absurda de obstáculos y trabas. El
Fondo Monetario Internacional (FMI) publicaba este lunes que España es el país
con mayores trabas al emprendimiento de toda Europa. Los ejemplos de lo que ha
descubierto el FMI son innumerables—cada vez que vemos a un emprendedor nos
cuenta unos cuantos. Un emprendedor tecnológico contaba en una presentación
reciente cómo en el trámite para renovar su certificado digital, Hacienda le
pidió un certificado del Registro Mercantil que mostrara que la sociedad
existía y el emprendedor seguía siendo administrador único—datos ambos podía
haber comprobado el propio funcionario de Hacienda en su propio ordenador, dado
que la sociedad sigue pagando impuestos. Este nuevo trámite suponía para él un
día entero de trabajo que no podría dedicar a su empresa.
Por otro lado, la
administración aparece a menudo dispuesta a inclinarse delante de la gran y
bien conectada empresa. Lo vemos por ejemplo en las multas en cuantías
ridículas por conductas de colusión entre empresas que encima luego
desaparecen, o en las indemnizaciones por cualquier decisión que a los grandes
concesionarios no les salió bien.
Las consecuencias más
notorias de este “capitalismo de amiguetes” las experimentamos a diario cuando
leemos la prensa. Tramas corruptas infiltradas en la Administración —como en el
fraude de los ERE, los cursos de formación o hasta la visita del Papa—, connivencia
entre promotores inmobiliarios y ayuntamientos; politización de las Cajas de
Ahorro; desarrollo de pirámides financieras —como Fórum y Afinsa— con buenas
conexiones políticas; colocación de productos financieros inapropiados a
ahorradores con escasa formación; pago de comisiones a partidos políticos por
contratistas; o construcción de aeropuertos sin tráfico y otras
infraestructuras ruinosas. El coste para nuestra economía es enorme, tanto de
los favores a unos como de las trabas a los otros.
La respuesta de algunos
partidos es poner más trabas a la iniciativa privada e incrementar el papel y
el intervencionismo del Estado en toda la economía. Pero un país solo puede ser
próspero si su economía se basa en un tupido entramado de empresas privadas bien
gestionadas, con capacidad de competir, dar buen servicio a sus clientes,
innovar y ofrecer formación y buenas perspectivas profesionales a sus
empleados. Pasar por alto esa verdad políticamente incómoda es construir “la
casa por el tejado”: no es posible preservar e incluso ampliar el Estado del
Bienestar, una aspiración que todos compartimos, sin una economía de mercado
pujante, basada en la iniciativa privada, en la competencia y en el esfuerzo
individual de empresarios y trabajadores.
Si la respuesta
“estatista” es absurda no quiere decir que la respuesta válida a estos
problemas pueda ser dejar que las cosas continúen como están. La libre empresa
y la iniciativa privada son los pilares de la riqueza de las naciones y del
bienestar de los ciudadanos; pero hay que evitar que una economía de mercado
degenere en el “capitalismo de amiguetes”, corroído por los pactos colusorios
entre empresarios, o por sus oscuros acuerdos o tejemanejes con los políticos y
gobernantes que contratan sus servicios o regulan su actividad.
Para que el mercado
funcione, es necesario dejar el máximo espacio posible a la iniciativa privada,
pero dentro de unas reglas de juego claramente impuestas e imparcialmente
ejecutadas. En particular creemos que son necesarios tres elementos
relacionados para acabar con este capitalismo de amiguetes.
En primer lugar, es
necesaria un organismo auténticamente capaz de velar por la competencia
efectiva en los mercados y de evitar el abuso de las posiciones dominantes.
Además es necesaria una “regulación inteligente” de ciertas actividades
económicas clave en las que la competencia en el mercado es problemática debido
a las elevadas barreras de entrada existentes o a la falta de simetría
informativa. Esto afecta principalmente a las telecomunicaciones y el sector
eléctrico, que requieren enormes inversiones en infraestructura para su
entrada. Para que esta regulación funcione la vigilancia debe ser atribuida a
organismos públicos reguladores o autoridades administrativas verdaderamente
independientes del Gobierno y de las autoridades políticas.
En la actualidad, estas
funciones radican en la Comisión Nacional de la Competencia y los Mercados.
Desgraciadamente, a pesar de que dentro de ella, e incluso en sus cargos
directivos, figuran indudablemente algunas personas que tratan de hacer las
cosas con dedicación e independencia, los nombramientos a los órganos de esta
Comisión no han pretendido preservar su independencia, ni la capacidad de estos
cargos.
En segundo lugar, es
necesaria la creación de unidades especializadas que controlen no solo la
legalidad del uso de fondos públicos, sino también su eficacia y sensatez
económica, para evitar que algunos empresarios con buenas conexiones políticas
exploten a los contribuyentes con proyectos y programas de gasto ineficaces y
ruinosos. Un control riguroso de la eficacia del gasto público, y en particular
de las inversiones y concesiones públicas, es también un medio eficaz para
luchar contra el “capitalismo de amiguetes”.
En tercer lugar, hace
falta un mecanismo político que obligue a esas Autoridades Administrativas
Independientes a rendir cuentas de su actuación, pública y regularmente, tanto
ante la opinión pública como, sobre todo, ante las Cortes, a través de sus
comisiones especializadas.
Pero hace falta algo
más, y aún más importante. Todo esto no puede funcionar si los partidos en el
poder persisten en su actual actitud de “ocupar” con sus amigos y aliados todos
los cargos independientes. Quizás la peor característica de nuestro sistema,
que recuerda el funcionamiento de países tercermundistas, es la toma
sistemática de todos los resortes del poder, desde las televisiones públicas, a
la justicia, pasando por las empresas públicas, y, sí, los reguladores
supuestamente independientes, por los partidos victoriosos en elecciones. Esta
tendencia se acentúa cuando los partidos obtienen mayorías absolutas en cuyo
caso operan como verdaderas dictaduras electivas.
Acabar con el
capitalismo de amiguetes requiere importantes cambios legislativos y regulatorios.
Pero requiere también un cambio radical de valores y actitudes en nuestras
clases dirigentes y en nuestra opinión pública que haga que las instituciones
encargadas de velar por el cumplimiento de la ley funcione. Sin instituciones
fuertes e independientes, cualquier cambio legislativo será puro papel mojado.
Luis Garicano, catedrático
de Economía y Estrategia en la London School of Economics
No sólo no lo reconocen, sino que quieren cambiar la realidad, a golpe de voluntarismo propagandístico. Eso de que "estas son las navidades de la recuperación", contrasta mucho con miles de comercios vacíos, quebrados y con la soga al cuello.
ResponderEliminarCon ironía cruzada, pero eres un mago de las letras, Juan Pardo.
ResponderEliminarEs mi vivo retrato, solo que sin nietos.
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