Ignacio Lago, profesor de
Ciencia Política en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona.
Últimamente, el PP
no da una a derechas. Ahora ha situado en la agenda política el debate sobre la
elección directa de los alcaldes. Si bien se desconoce todavía su contenido
exacto, la propuesta aúna tres errores de naturaleza procedimental,
institucional y electoral. En primer lugar, los sistemas electorales tienen una
naturaleza distributiva y su reforma, como es este caso, redistributiva. Cuando
se cambia algún aspecto de un sistema electoral, algún partido sale beneficiado
y otro perjudicado. No es, por tanto, ninguna sorpresa que las reformas
electorales sean más bien excepcionales, puesto que los perjudicados no tienen
incentivos para cambiar el statu quo. Pero más importante incluso es que este carácter
redistributivo exige la búsqueda de consensos para cambiar las reglas de juego.
Si alguien propone un cambio que parece mejorar su situación, ¿lo hace por
razones de regeneración democrática o por intereses electorales? Y si un
Gobierno cambia las reglas a su favor cuando puede, ¿qué impedirá que el
siguiente haga lo mismo? Acometer este debate a menos de un año de las
elecciones municipales, después del debilitamiento electoral de los dos grandes
partidos tras las recientes elecciones europeas, no parece seguir precisamente
la senda de la regeneración democrática. Más bien parece que se pretende que el
árbitro se vista la camiseta de uno de los equipos cuando los rivales se hacen
más fuertes.
En segundo lugar,
esta reforma no encaja en el diseño institucional español. A grandes rasgos,
existen dos modelos de organización de las democracias: el mayoritario, que
persigue concentrar el poder en las manos del poder ejecutivo y que su
ejercicio carezca relativamente de restricciones, y el consensual, que persigue
distribuir o dividir el poder ejecutivo entre los partidos en el parlamento y
limitarlo de distintas maneras. En España, por supuesto, al igual que los
países con fuertes divisiones sociales, culturales o lingüísticas, seguimos el
modelo consensual en los niveles nacional, autonómico y local. Una reforma de
naturaleza mayoritaria exigiría otros muchos cambios institucionales que no se
están contemplando y que hagan posible que el ejecutivo tenga un margen de
actuación mucho más amplio del que dispone en la actualidad. ¿Nos interesa este
cambio en nuestro país? La experiencia de las elecciones en la Segunda
República, en las que se empleaba un sistema mayoritario que premiaba a la
lista más votada, no es halagüeña. Como es bien sabido, la creación de dos
grandes coaliciones electorales entre partidos que mantenían diferencias
ideológicas sustanciales, exacerbó la fragmentación del Parlamento y condujo a
la mayor inestabilidad gubernamental en Europa entre 1929 y la Segunda Guerra
Mundial.
Finalmente, el
tercer error es de cálculo electoral. El PP seguramente saldría perdiendo con
la elección directa de los alcaldes. La reforma tiene un efecto mecánico
relativo a la simulación de lo que habría sucedido si se hubiese aplicado el
nuevo sistema electoral a los resultados electorales anteriores. Se trata de la
simulación que se haría en una hoja de cálculo. Pero también tiene un efecto
estratégico que se refiere a cómo reaccionan los partidos y los votantes a las
nuevas reglas de juego. Si se aprueba la elección directa de los alcaldes, lo
más probable es que los partidos de izquierda compitan juntos en una sola
candidatura y se repartan las alcaldías. Ningún partido estaría dispuesto a
competir en solitario si sabe que es un seguro perdedor, sobre todo cuando
puede hacerse con el poder si se alía con otros competidores. Es decir, la
reforma es un incentivo excelente para la concentración del voto de la
izquierda. Si en política, mejor que en cualquier otra actividad, el divide y
vencerás funciona estupendamente, no se entienden las razones del PP para
aglutinar el voto de la izquierda. En definitiva, ¿reforma exprés para la
elección directa de los alcaldes? No, gracias; posiblemente, imposible.
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