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Son datos recopilados de Florence Autret crítica económica y periodista; Antoine Bozio es director del
Institut des Politiques Publiques; Julia
Cagé es economista en la Universidad de Harvard y en la
École d'Économie de Paris; Daniel Cohen es profesor en la
École Supérieur y en la École d'Économie de Paris; Anne-Laure
Delatte es economista en el Centre National de la Recherche
Scientifique (CNRS) de Francia, en la Universidad de París X y en el
Observatoire Français des Conjonctures Économiques (OFCE);Brigitte Dormont es
profesora en la Universidad París Dauphine; Guillaume
Duval es redactor jefe de Alternatives Économiques; Philippe
Frémeaux es presidente del Institut Veblen; Bruno
Palier es director de investigación en el CNRS, y profesor en
Sciences Po; Thierry Pech es director general de
Terra Nova; Thomas Piketty es director de
estudios en la Ecole des Hauts Etudes en Sciences Sociales (EHSS) y profesor en
la Ecole d'Économie de Paris; Jean
Quatremer es periodista; Pierre
Rosanvallon es profesor en el Collége de France y director de
estudios en la EHSS; Xavier Timbeau es director del
departamento de Análisis y Previsión del OFCE, y profesor en Sciences Po; Laurence
Tubiana es profesor en Sciences Po y presidente del Institut
du Développement Durable et des Relations Intenationales (Iddri). Bajo un
informe común de más de 200 economistas de reconocido prestigio mundial.
Si se me ocurriese escribir que la UE le sobra carácter económico y le
falta astucia política, me diríais hasta …….. Pero, al menos, voy a intentar a intentar razonar compendios..
La Unión Europea está atravesando una crisis existencial, solo basta observar el
interés y la baja calidad de los candidatos. Ello afecta sobre todo a los
países de la zona euro, envueltos en un clima de desconfianza y en una crisis
de la deuda --que está muy lejos de haber finalizado--, mientras persiste el
desempleo y acecha la deflación. Nada sería más erróneo que imaginar que lo
peor ha pasado. Todo lo contrario está por llegar.
Por eso acogemos con el mayor interés las propuestas formuladas a finales
de 2013 por nuestros amigos alemanes del grupo de Glienicke con vistas al
fortalecimiento de la unión política y presupuestaria de los países de la zona
euro. Aisladas, Francia y Alemania no tendrán dentro de poco ningún peso en la
economía mundial. Si no nos unimos a tiempo para llevar nuestro modelo de
civilización a la globalización, terminará por ganar la tentación del repliegue
nacional, lo que engendrará unas frustraciones y tensiones que harán que las
dificultades de la unión nos parezcan de risa. En ciertos aspectos, la
reflexión europea está mucho más avanzada en Alemania que en Francia. Nosotros,
economistas, politólogos, periodistas y, ante todo, ciudadanos y ciudadanas de
Francia y Europa, no aceptamos la resignación que hoy paraliza a nuestro país.
Con esta tribuna, queremos contribuir al debate sobre el futuro democrático de
Europa e ir incluso más allá de las propuestas del grupo de Glienicke.
Las actuales instituciones europeas son disfuncionales y es necesario
replantearlas. Se trata de algo muy simple: permitir que la democracia y la
Autoridad pública recuperen el control para regular eficazmente el capitalismo
financiero globalizado del siglo XXI y llevar a cabo las políticas de progreso
social de las que cruelmente carece la Europa actual. Una moneda única con 18
deudas públicas diferentes sobre las que los mercados, libremente, puedan especular y 18 sistemas
fiscales y sociales en competencia desatada los unos con los otros, no funciona
y no funcionará jamás. Los países de la zona euro eligieron compartir su
soberanía monetaria y, por lo tanto, renunciar al arma de la devaluación
unilateral, sin por ello dotarse de nuevos instrumentos económicos, sociales,
fiscales y presupuestarios comunes.
Para nada se trata de poner en común la totalidad de nuestros impuestos y
nuestros gastos públicos. Con demasiada frecuencia, la Europa actual se muestra
estúpidamente intrusiva en cuestiones secundarias y patéticamente impotente en
temas importantes como los paraísos fiscales o la regulación financiera. Hay
que cambiar el orden de prioridades: menos Europa en asuntos sobre los que los
países miembros se las arreglan bien ellos solos; más Europa cuando la unión es
indispensable.
Una de las prioritarias propuesta
concreta es que los países de la zona euro, empezando por Francia y Alemania,
deben establecer un impuesto común sobre los beneficios de las sociedades (IS).
Aislado, cada país ve cómo le toman el pelo las multinacionales que se
aprovechan de las fallas entre las diversas legislaciones nacionales para no
pagar ningún impuesto en ninguna parte. En este asunto, la soberanía nacional
es un mito. Para luchar contra la optimización fiscal, hay, pues, que delegar a
una instancia soberana europea la función de determinar una base imponible
común lo más amplia posible y rigurosamente controlada. Cada país puede seguir
fijando su propio IS sobre esa base común, con un índice mínimo del orden del
20%, y retener un impuesto adicional a nivel federal del orden de un 10%. Esto
permitiría alimentar un presupuesto de la zona euro del orden del 0,5% al 1%
del Producto Interior Bruto (nominal)
Como indica, con razón, el grupo de Glienicke, semejante capacidad
presupuestaria permitiría a la zona euro impulsar el relanzamiento y la
inversión, especialmente en lo referente al medioambiente, las infraestructuras
y la formación. Pero, a diferencia de nuestros amigos alemanes, nos parece
esencial que ese presupuesto de la zona euro se alimente con un impuesto europeo
y no con las contribuciones de los Estados. En estos tiempos de hambruna
presupuestaria, la zona euro debe demostrar su capacidad impositiva sobre la
renta y el patrimonio. Y a la vez, llevar a cabo una política activa de lucha
contra los paraísos fiscales exteriores a la zona. Europa debe aportar justicia
fiscal y voluntarismo político a la globalización: ese es el sentido de nuestra
primera propuesta.
La 2ª propuesta, la más importante, deriva de la primera. Para votar la
base imponible del impuesto sobre sociedades y, desde un punto de vista más
general, para debatir y adoptar democráticamente y soberanamente las decisiones
fiscales, financieras y políticas comunes que en el futuro se decida
establecer, hay que instaurar una Cámara parlamentaria de la zona euro. En esto
también estamos de acuerdo con nuestros amigos alemanes del grupo de Glienicke
que, sin embargo, dudan entre dos fórmulas: un Parlamento de la zona euro que
agrupe a los miembros del Parlamento Europeo de los países afectados (una
sub-formación del Parlamento Europeo reducida a los países de la zona euro); o
una nueva Cámara, que reuna a parte de los diputados de los Parlamentos
nacionales (por ejemplo, 30 diputados franceses procedentes de la Asamblea
Nacional, 40 diputados alemanes procedentes del Bundestag, 30 diputados
italianos, etcétera, en función del peso demográfico de cada país, según un
principio muy simple: un ciudadano, un voto) . Esta segunda opción, que retoma
la idea de “Cámara Europea” de Joschka Fisher es, en nuestra opinión, la única
fórmula que permite avanzar hacia la unión política. No se puede, en efecto,
despojar a los países de la posibilidad de votar sus impuestos. Pero,
apoyándose en las soberanías parlamentarias nacionales, sí se puede edificar
una soberanía parlamentaria europea compartida.
Como consecuencia de ese esquema, la
UE tendría dos Cámaras: el actual Parlamento Europeo, elegido directamente por
los ciudadanos de los 28 países; y la Cámara Europea, en la que estarían
representados los Estados a través de sus Parlamentos nacionales. En un primer
momento, en la Cámara Europea solo estarían los países de la zona euro que
desearan seguir avanzando hacia la unión política, fiscal y presupuestaria.
Pero tendría la vocación de acoger a todos los países de la UE que aceptaran
seguir dicha vía. Un ministro de Finanzas de la zona euro y, a la larga, un
auténtico Gobierno europeo, rendirían cuentas ante la Cámara Europea. Esta
nueva arquitectura democrática de Europa nos permitiría por fin salir de la
inercia actual y abandonar el mito según el cual, el Consejo de los Jefes de
Estado podría hacer las veces de segunda Cámara representando a los Estados.
Esta fábula muestra la impotencia política de nuestro continente: es imposible
que una única persona represente a un país salvo si nos resignamos al bloqueo
permanente que impone la unanimidad. Para pasar, por fin, a la regla de la
mayoría en lo referente a las decisiones fiscales y presupuestarias que los
países de la zona euro decidan compartir hay que crear una auténtica Cámara
Europea en la que cada país esté representado por unos diputados que
representen todo el espectro político y no por un único Jefe de Estado como
hasta la fecha.
La 3ª afecta directamente a la crisis de la deuda. Estamos convencidos de
que la única manera de salir definitivamente de la crisis es poner en común las
deudas de los países de la zona euro. En caso contrario, volverá una y otra vez
la especulación sobre los tipos de interés. Es también el único modo de que el
BCE pueda llevar a cabo una política monetaria eficaz y reactiva, a imagen de
la Reserva Federal estadounidense (a la que le costaría también cumplir con su
función correctamente si cada mañana tuviera que arbitrar entre la deuda de
Texas, la de Wyoming y la de California). La mutualización de las deudas ha
comenzado de hecho con el Mecanismo Europeo de Estabilidad, la Unión Bancaria
en gestación, o las Transacciones Monetarias Directas (OMT por sus siglas en
inglés) del Banco Central, que implican de un modo u otro a los contribuyentes
de la zona euro. Hay que aclarar lo antes posible la legitimidad democrática de
esos mecanismos abandonado por intereses creados.
Por tanto, se trata ahora de ir más lejos, partiendo para ello de la
propuesta de los “fondos de redención de las deudas europeas”, hecha a finales
de 2011 por los economistas que aconsejan a la cancillería alemana, con el fin
de poner en común todas las deudas que superen el 60% del PIB en cada país. Y
añadirle un apartado político. No se puede, en efecto, decidir con 20 años de
anticipación a qué ritmo un fondo determinado se reducirá a cero. Solo una
instancia democrática como la Cámara Europea surgida de los Parlamentos
nacionales será capaz de fijar cada año el nivel de déficit común en función de
la coyuntura evidente.
No cabe la menor duda que las opciones serían más conservadoras y liberales
que desearíamos. Pero, pero se tomarán democráticamente, según la regla de la
mayoría, y a la luz pública. Algunos, a la derecha, desearían que esas
decisiones presupuestarias quedaran relegadas a instancias postdemocráticas o
congeladas en el marco constitucional. Otros, a la izquierda, desearían tener
la garantía de que Europa llevará a cabo la política progresista que ellos
sueñan antes de aceptar un fortalecimiento de la unión política. Si queremos
salir de la actual crisis, debemos superar estos dos escollos. Reconozco que no es tarea fácil.
Casi siempre se rechaza el debate
sobre las instituciones políticas europeas por considerarlo técnico o
secundario. Pero negarse a debatir la organización de la democracia significa
aceptar que las fuerzas del mercado y de la competencia son todopoderosas.
Significa abandonar toda esperanza de que la democracia vuelva a tener el
control del capitalismo en el siglo XXI. Pues este nuevo espacio de decisión es
crucial para el destino de la zona euro. Más allá de las cuestiones
macroeconómicas o presupuestarias, nuestros modelos sociales son un bien común
que no solo hay que preservar y adaptar sino también utilizar para proyectarnos
con éxito en la globalización. Ya no bastan la convergencia de los sistemas
fiscales o la de la inversión social—que cada vez cobra más fuerza--, las
iniciativas de la pareja franco-alemana o el fortalecimiento de las
cooperaciones. La Europa de los 28 tarda demasiado en traducir el consenso
sobre esos temas en actos y se contradice a la hora de movilizar los medios.
Una Cámara Europea sería el lugar donde se tomarían decisiones, donde se
asumirían las consecuencias respecto al déficit público o la transferencia
entre Estados porque se explicitarían los derechos y deberes asociados a esa
puesta en común.
Bastantes, demasiados se opondrán a
nuestras propuestas argumentando que es imposible cambiar los tratados y que el
pueblo francés no desea profundizar en la integración europea. Son unos
argumentos tan falsos como peligrosos. Permanentemente se están modificando los
tratados como vimos en 2012: apenas se tardó seis meses en hacerlo.
Desgraciadamente era una mala reforma de los tratados que no ha hecho sino
profundizar en un federalismo tecnocrático e ineficaz. Proclamar que la opinión
pública no quiere la Europa actual y deducir de ello que no hay que cambiar
nada esencial en lo que a su funcionamiento e instituciones se refiere, es de
una incoherencia culpable. Cuando, en los próximos meses, el gobierno alemán
haga nuevas propuestas de reformas de los tratados, nada nos dice que vayan a
ser más satisfactorias que las de 2012. En lugar de esperar con los brazos
cruzados, debemos entablar un debate constructivo en Francia para que Europa
sea, por fin, social y democrática.
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