

La guerra fría, el enfrentamiento entre el occidente capitalista y democrático
y el bloque totalitario comunista, empapó casi todas las esferas de la vida
durante décadas. Nos encontramos de repente, como si se tratase de una película
de ciencia ficción, con el derribo del símbolo de la división, el muro de
Berlín. A continuación nos invadió el estupor cuando estallaron las guerras en
lo que un día había sido Yugoslavia. La brutalidad con la que croatas, serbios
y kosovares se enfrentaron entre sí y llevaron a cabo asesinatos en masa nos
sacudió como si estuviéramos frente ante una mala copia de lo sucedido menos de
seis décadas antes en los campos de concentración nazis. La guerra en Chechenia
nos cogió enfrascados en otras batallas y apenas le dimos importancia, salvo
cuando esta se trasladó a Moscú en forma de atentados. Pasamos de la invasión
de Georgia. La explosión capitalista rusa hizo que nos olvidáramos de la KGB,
del Pacto de Varsovia y de su ambición imperialista. Hasta que Rusia decidió
que no quería cesar en su apoyo a Siria y que mucho menos estaba dispuesta a
que el Gobierno de Ucrania no fuera prorruso, castigando esta insolente
repetición de la fallida revolución naranja con una invasión sin banderas en
Crimea. Alguien debería recordarle a Putin que fue la derrota de 1856 en Crimea
la que marcó el ocaso del imperio ruso que tanto añora.
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Y vuelve la URSS, un sueño de Putin