La España de hoy, prima de la de ayer.

Por mucho que lo intentes es  muy difícil comprender como en una federación de Estados, como  la de EEUU de América hay cohesión política y patriotismo nacional, mientras que otros Estados, como el español, con siglos de trayectoria unida, sufren tensiones separatistas. La explicación puede requerir varios matices, pero en lo esencial reside en que USA elige colectivamente a un presidente, y mucho más colectivamente después lo acepta. Sin vías indirectas, sin intermediarios, sean éstos parlamentarios o de cualquier otra procedencia reconocida.
Puede argumentarse que en España, a pesar de que el Ejecutivo se elige por mediación del Legislativo, todos los votantes saben que están apoyando a un candidato a la presidencia del Gobierno. Pero no saben qué pactos, componendas o acumulaciones puedan propiciar que el candidato más votado realmente gobierne. No nos ha pasado todavía a nivel nacional, pero sólo hay que dar tiempo a esa eventualidad. Sí ha pasado profusamente en las Comunidades Autónomas o en Ayuntamientos, donde la suma de candidatos perdedores ha desbancado al más votado. Y, por esa razón, ni siquiera ser el más votado tiene el efecto de vincular decisivamente al conjunto de la ciudadanía. Y, por supuesto, el que gobierna sin la mayoría del apoyo popular aún puede hacerlo mucho menos.
En EEUU se puede ganar por un voto, pero, al minuto siguiente, nadie discutirá la legitimidad en el ejercicio de la Presidencia. Para ella, todo el respeto institucional, a la misma altura que el resto de los símbolos nacionales, que no tienen por qué ser demasiados. Una bandera y un himno (y, por supuesto, una legalidad). Un proyecto común, aunque pueda ser interpretado por las numerosas variaciones que corresponden a una federación de colectividades, y a una suma respetuosa de millones de individualidades.
En España, la victoria electoral, que produce por mediación parlamentaria una presidencia del Ejecutivo, puede ser discutida al día siguiente por una huelga general. Y al mes siguiente por una revuelta de las legitimidades encontradas en los Estados asociados, es decir, en nuestro caso, las Comunidades Autónomas (CCAA).
Pongámonos en el caso americano. Un distrito nacional que, en elección directa, promociona a un jefe del Gobierno. Esa elección sería automáticamente vinculante para todos los electores, puesto que cada uno de ellos puede optar por su candidato, sea del partido que sea. Y los vincularía en la victoria de su candidato o en su derrota, pero no en la legitimidad y representatividad del ganador. Por ello, el presidente elegido sería de todos, y no de la suma de los votos de los representantes de las partes del todo.
Una presidencia del Gobierno electa por todos los ciudadanos españoles sería el principal y decisivo factor de cohesión de España.
Podría aducirse que las peculiares características de España reservan al Rey el factor unificador. Y eso es cierto en lo simbólico, pero puede reforzarse perfectamente en lo político. Estoy seguro de que se podrían encontrar fórmulas que compatibilizasen constitucionalmente esas figuras, la del Rey y la del presidente electo. Más difícil para el Tribunal Constitucional es decir que un partido terrorista no es terrorista, o que el derecho al matrimonio entre el hombre y la mujer (artículo 32) puede traducirse perfectamente en el derecho al matrimonio entre dos hombres o dos mujeres, lo que a mí me da igual, pero no viene en ningún apartado de la Constitución.
El que en España haya Rey, poco o nada tiene que ver con que la ley electoral promueva la elección directa del presidente del Gobierno, pues, a fin de cuentas, el Rey reina, pero no gobierna, y alguien tiene que gobernar, sea elegido indirectamente a través de las Cortes o directamente a través del voto popular nacional.
Hasta que esto no se "repare" España se moverá como pollo sin cabeza, o más bien con pollo con demasiadas cabezas. Porque en nuestra Nación se da la extraordinaria circunstancia de que los presidentes autonómicos electos, especialmente cuando son nacionalistas, se sienten refrendados por la voluntad popular, mientras que el jefe del Ejecutivo nacional se ve obligado siempre a la sumisión al pacto como única vía para mantener la cohesión, a falta de respeto nacional a su papel de representante del conjunto del Estado.
A algunos analistas con un desleal análisis sobre la Monarquía se les ha ocurrido la posibilidad de un futuro de España unificado sólo simbólicamente por el Rey, en un Pacto bajo la Corona. Esta idea no es sólo una traición, sino una aspiración inútil. El único pacto de cohesión nacional puede ser el compromiso del conjunto de la ciudadanía en la elección democrática de un representante común. Y luego, el Rey puede perfectamente ser el depositario histórico de la tradición de la España unida, pero no el gobernante que está legitimado para actuar en nombre de la voluntad popular del presente.
¿Ven ustedes por qué Estados Unidos es la Nación más orgullosa de serlo (que hay que oír el discurso de victoria de Obama), y por qué España, con siglos de historia y con una unidad moral muy superior a ese enorme país de aluvión, cruje en su estructura interna? Ellos han encontrado una institucionalidad ejemplar, y nosotros no hemos entendido el principio básico de la democracia moderna: que los ciudadanos no necesitan intermediación pues, cuando no la tienen, se sienten orgullosos de su decisión, no alejados de las castas que los suplantan.

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