En principio, el populismo,
parecía ser una ciencia exacta y, al igual, que la izquierda han sido abatidos
muertos y sepultados. Solo queda Portugal y porque están teledirigidos desde Bruselas.
El populismo avanza incansable por el año electoral europeo. Este año, 2017 es decisivo para el futuro de Europa, con
las elecciones de ayer en Francia y las de otoño en Alemania, sin olvidar las
anticipadas ya convocadas en el Reino Unido o las celebradas en Holanda, donde
el continente pudo tomarse un momento de respiro al conocer la derrota de los
ultraderechistas del Partido por la Libertad.
La victoria de Donald Trump en
Estados Unidos, considerada la primera gran victoria del populismo, auguraba
muchas réplicas por llegar, especialmente en el Viejo Continente. Y aunque en
Francia se haya impuesto el centrista liberal Macron, hemos visto cómo el
populismo ha conquistado la larga campaña de las presidenciales, así como los
programas electorales de los distintos partidos, convertidos en simple
seducción, carentes de soluciones y de argumentos, dejando a su paso cada vez
más votantes desesperanzados. El populismo no es nada nuevo, siempre ha estado
ahí.
Pero fue la crisis y su mazazo al futuro lo que ha ido alimentando el auge
de estas formaciones. Los ciudadanos han vivido los últimos años con un
sentimiento de injusticia, perdiendo la confianza en sus principales
representantes políticos. Los partidos tradicionales, aletargados, han sido
adelantados por otros de nuevo cuño, entre ellos los populistas, que tratan de
llevar las aguas a su molino, sin saber aquéllos dar respuesta adecuada a las
simplistas recetas de éstos.
Vivimos una metamorfosis
electoral: de escuchar al pueblo a decirle al pueblo lo que quiere escuchar. El
mundo de la información vive de puntillas, sin profundizar en los problemas y
sin buscar soluciones, lo que ha catapultado a formaciones políticas
superficiales, de piel, cuyos programas están más cerca de los eslóganes que de
proyectos de gobierno sólidos y viables. ¿Existe un vector común? Sí, la
seducción de masas. La esencia del populismo es la brecha entre los discursos y
las propuestas contenidas en sus programas electorales y su viabilidad futura.
Se asientan sobre promesas irrealizables porque no pretenden fijar compromisos
para con los ciudadanos, ni siquiera para con sus votantes, sino la sola
movilización para llegar al poder. De ahí la importancia que se otorga a la
imagen, acompañada de mensajes simples pero efectivos. Ahora lo difícil parece
ser llegar al votante con argumentos. Marine Le Pen, la candidata del Frente
Nacional galo, y Jean-Luc Mélenchon, del partido Francia Insumisa, han sido los
últimos ejemplos de cómo los programas electorales y las propuestas que
contienen se han reducido a meros eufemismos para reclamar el voto.
Extrema derecha y extrema
izquierda, paradójicamente, han presentado propuestas muy similares: salida de
la OTAN y de la Unión Europea, proteccionismo, aranceles y más gasto público.
Para ambas, el rechazo de Europa es el mismo. En un clima de pesimismo en
Francia, los ciudadanos necesitaban como nunca programas honestos,
transparentes y realizables, más aún en un momento en el que la economía lo
requiere. La deuda francesa asciende a más de dos billones de euros (el 96% de
su PIB) y su gasto público es uno de los más altos de Europa. En una situación
en la que el control del déficit y los objetivos de estabilidad presupuestaria
se colocan como la primera prioridad política y gestora, debería existir un
mecanismo que evaluara previamente la viabilidad y consecuencias de las
promesas electorales. Izquierda y derecha han ido homogeneizándose, algo
perceptible especialmente en sus programas electorales y sus propuestas
económicas. Los populismos de ambos extremos han llegado para romper con esa
homogeneidad, aunque todos ellos tienen un punto en común: la escasa concreción
de sus promesas electorales, de puro contenido retórico.
La sociedad debe ser
consciente de que a toda simplicidad en la formulación de las propuestas se
anticipa la posterior inmunidad ante cualquier reproche o penalización en las
urnas. Para ello hay que devolver al programa electoral el lugar que merece,
dotarle de credibilidad y volver a entenderlo como el compromiso fiel con los
votantes. Por otro lado, y en época de crecimiento de los populismos de uno y
otro signo, parecería lógico un mayor entendimiento entre los partidos
moderados. Cambiemos la concepción actual de que todo se puede ganar con una
buena campaña, sin que importe la calidad del programa electoral.
Éste es la
base de todo: de un argumentario sólido y válido que pueda ser valorado por los
votantes, de una campaña real que se traduzca en un mandato de gobierno
realizable, de un candidato honesto con el pueblo... Apelar a las emociones es,
sin duda, válido y efectivo, pero suscitar en el ciudadano confianza es la
mayor expectativa y el mejor resultado posible. Para ello, es fundamental
contar con un votante informado, que sea capaz de analizar objetivamente si las
promesas son realistas y realizables. Para conseguirlo, en nuestro país, la
Fundación Transforma España ya está trabajando en ello, a través de la reciente
iniciativa Coherencia Económica de los Programas Electorales, que pretende
garantizar la viabilidad normativa, competencial, fiscal y presupuestaria de
las promesas electorales a través de un sistema de auditoría a cargo de una
entidad independiente, en este caso la AIReF.
Hasta ahora han sido los partidos
políticos los encargados de elaborar el programa y es hora de que sean los
votantes quienes decidan su credibilidad, conociendo de dónde va a proceder el
dinero destinado a cada medida, cuánto va a costar y qué partidas se verán
contrarrestadas en cada caso. Un mecanismo que puede y debe ser replicado. De
hecho, en Europa encontramos el germen y el referente de esta iniciativa, en
concreto en Holanda. Desde 1986, la Oficina Holandesa de Análisis de Política
Económica evalúa los efectos económicos de los programas. La evaluación no es
obligatoria pero, en la práctica, la totalidad de los partidos holandeses
someten su programa a la evaluación, considerando que las estimaciones del CPB
dan credibilidad a su campaña y no participar en ellas se la quitaría, lo que
les pondría en una situación de inferioridad respecto a todos los demás. Europa
necesita más que titulares, más que eslóganes. En Francia la participación en
los comicios ha caído y hoy pesa más que nunca la abstención, consecuencia del
desencanto de unos votantes que no están convencidos con ninguna de las
propuestas. Si no proponemos iniciativas de cambio y mejora de la salud de
nuestra democracia, no podremos evitar repetir los mismos errores de la Europa
de principios del siglo XX. Se acaba de celebrar el 60º aniversario del Tratado
de Roma, el germen de lo que hoy es la UE; nunca como ahora la unión había sido
tan frágil.
Confiemos en que otra vez, y como el ave fénix, Europa sea capaz de
sacar fuerzas de flaqueza, unirse políticamente y hacer oír su voz en un mundo
que quiere adoptar sus principios, sus valores y su modo de vida, pero que cada
vez le escucha menos. Necesitamos reinventarnos, avanzar y atender nuevos retos
con una respuesta que no puede provenir del actual sistema de gobernanza
mundial nacido en unas circunstancias radicalmente distintas de las actuales.
Debemos pues esforzarnos en la tarea urgente de construir un nuevo andamiaje de
instituciones (o de modificación de las existentes) que sea capaz de hacer
frente a los nuevos retos. La democracia es debate, es reconocimiento. La
democracia son ciudadanos participativos y empoderados. La evaluación de los
programas electorales es una de muchas herramientas que podemos ofrecer al
ciudadano para mejorar la salud democrática no sólo en España, sino también en
Europa, y nace en el año electoral más trascendental de las últimas décadas.
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