Todo esto huele a neumático quemado con humo irrespirable.
Bonito, justo y a tiempo el gesto con delicadeza de la comisaría de Economía de la UE: no nos van a multar por el incumplimiento de los objetivos de déficit. Porque, argumentan, estaría feo hacerlo en un momento de incertidumbre económica y sobre todo política. Tal vez después de las elecciones. De todos modos la magnanimidad comunitaria no es para tanto. España tendrá que aplicarse otro ajuste de 8.000 millones de euros entre este año y el siguiente. ¿España? Sí, porque como lo que hay en España es de los españoles, a los españoles nos corresponde sufrir esa vuelta de torniquete que los tecnócratas llaman ajuste. Y solo hay dos modos de hacerlo, recortando todavía más los servicios públicos o aumentando los impuestos. Mucho me temo que esta vez sea mitad y mitad.
La disciplina presupuestaria y el control de déficits alocados son principios que deben regir las actuaciones de Gobiernos responsables. Pero, vistos los resultados, la pregunta es: ¿compensó tanto sacrificio para tan exánime recuperación? Podemos preguntarnos a cuánto nos toca, a cada uno de nosotros, en el reparto de esos 8.000 millones de ajuste. Y tal vez la respuesta lleve a engaño, porque si fuese posible hacer un reparto lineal, alguien dirá, que aún puede asumir un recorte de veinte euros al mes en su nómina.
El problema es que la suma de todos esos euros que la UE quiere que el Estado español deje de gastar, lo mismo suponen que su hijo no disponga de un profesor de apoyo el próximo curso. O que Feijóo encuentre más dificultades de las previstas para cumplir su promesa de adelgazar las listas de espera. O que tengamos que ser todavía más cicateros con los refugiados que siguen llamando a nuestra puerta.
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