Los pensadores acuden a
suministrar una dosis de legitimidad a unas democracias cada vez más escépticas
respecto a la función de los partidos.
Pérez Galdós escribía
que la poesía es el germen de la sabiduría política”, para dosificar a los
jóvenes poetas poetas que abandonaban sus escritorios y salían a la calle para
participar en la revolución de julio de 1854, cuando aún no habían irrumpido
los intelectuales y estaba vivo el recuerdo de un autor dramático, Martínez de
la Rosa, que había estrenado, 20 años antes, La conjuración de Venecia y
presentado en las Cortes el Estatuto Real, todo en la misma semana. Luego,
hacia finales de siglo, irrumpieron los intelectuales, una nueva clase
investida de la misión de iluminar a la opinión pública e influir en la
política por la escritura y la palabra: con mi pluma y mi lengua, como lo dijo
Unamuno. Regeneradores de la patria en trance de descender al sepulcro, Ramiro de Maeztu
los imaginó empuñando el látigo de domador de masas mientras Ortega los
convocaba a formar una liga para la educación política. Así que pasaron 30 años
y llegó el tiempo de las utopías mesiánicas, al intelectual se le exigió que
pusiera su pluma al servicio de las ideas: “Con los comunistas hasta la muerte,
pero ni un paso más”, dijo famosamente Bergamín, ejemplo sin par de compañero
de viaje. El compromiso los llevó hasta Siracusa, consejeros áulicos del
tirano, aplicados a nacionalizar a las masas mientras transformaban la
sociedad. Y como constructores de nación, no pocos intelectuales se rindieron
ante el nacional-fascismo, al tiempo que los compañeros de viaje se rendían
ante el nacional-bolchevismo, soñada dictadura de la clase obrera, que lo fue en
realidad del partido, enseguida del comité ejecutivo y finalmente del
secretario general un tanto raro.
Moribundos por esas
derivas que Mark Lilla bautizó como filotiránicas, los intelectuales regresaron
de Siracusa para limitar su trabajo al de observadores críticos de la política,
preludio de su muerte, gran tópico del último fin de siglo. Y en esas estábamos,
con los intelectuales, si no en la tumba que Lyotard había labrado para ellos,
en la columna del periódico, cuando se ha producido, en Madrid al menos, el
sorprendente incremento de su demanda por partidos en crisis o déficit de
credibilidad, unos por viejos y otros porque, de tan nuevos, nadie sabe qué
traen en sus alforjas. Aureolados del prestigio que han acumulado en el
desempeño de sus respectivas artes, es curioso que los tres investidos como
candidatos sean mayores, incluso muy mayores; y más curioso aún que los tres
sean o hayan sido funcionarios. Escribir, hablar y… gobernar: la pluma, la
palabra y… el bastón de mando: he aquí la nueva manera de ser intelectual
destinada a suministrar una dosis de legitimidad a unas democracias cada vez
más escépticas respecto a la función de los partidos políticos. Si esta
tendencia prospera y se consolida, los partidos acabarán por convertirse en
agencias especializadas en la búsqueda de profesores, poetas, jueces y otros
prestigiosos profesionales para invitarles a que entren en el juego de la
política, un juego de poder en el que todos ganan: los partidos, un puñado de
votos, y los intelectuales, un bastón de mando sobre mando.
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