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Ramón Vargas-Machuca
Ortega, catedrático de Filosofía Política.
Los socialdemócratas convencidos de que
los males del siglo XX provenían del triunfo de los radicales, desde la postguerra
europea se comportaron como reformistas consecuentes. De cualquier otra forma,
su destino hubiera sido la irrelevancia. Un riesgo igual o parecido al que corren hoy.
Mantuvieron la
voluntad de cambiar el statu quo en
el sentido de su tradición moral; pero sin veleidades antisistema. El Estado de
derecho se convirtió en marco institucional irrebasable para sus aspiraciones
de justicia social. La democracia representativa no era ya estación de tránsito
hacia otra parte; ni la ley, un recurso legítimo solo cuando apuntara a los
fines propios. Al conciliar voluntad redistributiva y lealtad institucional, el
reformismo socialdemócrata hizo de los principios y procedimientos de la
democracia constitucional un ingrediente de su concepción de la justicia;
también, un criterio de legitimidad para cualquier pretensión de autoridad
política. La oferta socialdemócrata se adecuaba a una demanda que requería de
la política reglas ciertas y moralmente valiosas; y de las políticas, un
remedio a desigualdades injustificables. En eso consisten la moderación
socialdemócrata y la diferencia con otras izquierdas. Su contribución para
asentar el Estado de bienestar y sus logros sociales fue determinante.
Lo dicho parece un
pasado remoto por el impacto de la crisis actual, una de cuyas consecuencias ha
sido evidenciar el agotamiento del Estado de bienestar o, al menos, de su
aplicación al uso. Lamentablemente ahora no se dan ni las condiciones ni las
actitudes para reproducir rendimientos redistributivos de antaño. Además,
países como el nuestro solo podrán recomponer su Estado social en el marco de
una Europa política reforzada, un proyecto en construcción y de futuro
incierto. Depende de una voluntad de compromiso que sobrepasa la capacidad de
un movimiento político y una nación.
Cuando
los resultados no acompañan. Los socialdemócratas se han sentido, con
razón, albaceas del Estado de bienestar. A su izquierda se ha despreciado un
producto que se consideraba prueba de la rendición reformista. A su derecha, a
partir de los años ochenta, no se ha perdido ocasión para achicarlo o
desmantelarlo. El error socialdemócrata fue asociar su crédito, y en la
práctica la identidad, exclusivamente a los resultados del Estado de bienestar.
Se tomaron sus rendimientos como indicador concluyente no solo de sus triunfos,
sino de la valía de sus acciones; y se descuidaron otras señas
socialdemócratas. Con el pretexto de la eficacia, se aflojaron los controles
jurídicos y los democráticos, se consintieron trampas a la legalidad; la
democracia en los partidos se sacrificó en el altar de la democracia entre
partidos. Desactivada la deferencia institucional, bajó el coste (moral,
político y penal) de los incumplimientos y aumentaron las actitudes
irresponsables, así como los riesgos de corrupción. Todo ello dio lugar a una
democracia de baja calidad. Como si se hubiera impuesto la máxima de
Maquiavelo: “Los actos acusan, pero los resultados excusan”.
Recuperar la decencia institucional. Esa es la respuesta a la pregunta sobre lo
que deberíamos esperar hoy de los socialdemócratas, la condición indispensable
para ser fiables a ojos de los ciudadanos. Más que de “otra forma de hacer política”,
se trata de rescatar la manera no adulterada de practicarla. Consiste, primero,
en que los ciudadanos los perciban como gente veraz, que acreditan sus
opiniones e iniciativas. Así podrán salir del ensimismamiento y no irán a
rastras de los acontecimientos. Y se revelarán distintos de otros que a derecha
e izquierda chapotean en discursos de argumentario o alientan quimeras que
llevan, ¿otra vez?, por caminos intransitables o directamente al precipicio.
La lealtad
institucional no se sustenta a medias. Requiere el acompañamiento de la
congruencia moral. En este sentido, los socialdemócratas deberían dejar ya ese
trato inadmisible con los otros partidos en un afán compartido por colonizar
las instituciones. El sistema de cuotas, por el que los partidos se reparten
los puestos del Tribunal Constitucional, Consejo del Poder Judicial, Tribunal
de Cuentas y demás agencias públicas, ha enturbiado el desempeño imparcial de
dichas instituciones, razón de su legitimidad. ¿Hay mayor prueba de sinceridad
reformista que acabar con este chalaneo? El mal acoplamiento de Estado de
derecho y Estado de partidos ha minado dos de los pilares de la justicia
social: el imperio de la ley y el ejercicio cabal de la democracia
representativa, dimensiones éticas indisociables y no intercambiables por
otras.
Para revertir la
situación, los partidos deberían recuperar el sentido institucional en el
ejercicio de sus funciones. La simbiosis entre democracia y partidos es tal que
los ciudadanos consideran decente el funcionamiento de aquella si lo es el de
estos. Lamentablemente, el de la mayoría de los partidos no lo es; porque
practican una socialización política que envilece la democracia, degrada el
Estado de derecho e invierte las prioridades que justifica su prevalencia.
Perpetuarse en el poder o vivir de la política o de las rentas que esta produce
se convierte en el objetivo más buscado y menos reconocido de los que mandan en
los partidos y de la clientela que les sostienen. Ello requiere una lógica de
funcionamiento en la que se intercambia lealtad por puesto y exige una demanda
insaciable de financiación y recursos. Con estos estímulos disponibles, el
perfil del potencial participante se parece más al de un cazarrecompensas que
al de un militante vocacional. En fin, con el pretexto de favorecer la
competición entre partidos, estos operan en su interior como en “zona franca”
exenta de controles jurídicos y democráticos, y por ello vulnerable a la
corrupción.
Dado que no se ha querido renunciar a esa
capacidad de control y dominio, tras 36 años de democracia carecemos de una ley
de partidos que ponga fin a ese estado
de excepción que representa
el régimen interno de los partidos. Los que prefieren el statu quo, en momentos de zozobra seguirán
apoyando a sus padrinos políticos a pesar de algunos incumplimientos. Para
otros, este fracaso de “la democracia burguesa” refuerza su desconfianza
congénita en el reformismo institucional, así como su fe en un recurrente
modelo alternativo de sociedad. Para quienes, como los socialdemócratas,
vinculan su identidad y el logro de sus objetivos al potencial de justicia del
Estado de derecho, el fraude a sus normas o el fracaso de la democracia
representativa resultan letales.
Indigencia
socialista. La tragedia radica en que los sucesivos
dirigentes del PSOE no se percatan de lo perentorio de la situación; ni podrán
hacerlo inmersos en un medio de socialización política que solo filtra lo que
gusta oír. “Todo lo que escuchábamos era el sonido de nuestra propia voz”,
escribe Ignatieff en el recordatorio de su paso por la política. Durante años,
esos dirigentes se han mantenido insensibles a cuantas señales de alarma se les
ha enviado. Tras el declive del liderazgo de González a principio de los
noventa, los socialdemócratas españoles vienen dando palos de ciego, indigencia
estratégica que se agravó en el momento
Zapatero. El anuncio de un
tiempo nuevo o una refundación suena a canturreo retórico.
De momento andan dándole
vueltas a la toma de decisiones en el partido que, como casi todos, funciona de
modo oligárquico. De golpe vira a plebiscitaria en una puja entre
pretendientes, a ver quién ofrece más participación. Al carecer de un marco
normativo cierto, no se sabe a quién corresponde decidir qué. Lamentable es la
ausencia de democracia; pero no menos, una democracia sin reglas. Perdido el
norte y sin disponer de muchas soluciones viables, el relevo generacional en el
PSOE amaga con escorarse hacia los extremos. Si actúa así, se volverá
redundante y por tanto innecesario; como si no le hubieran servido de mucho los
resultados de la deferencia socialista con un nacionalismo periférico cada vez
más desafiante. Y es que cuando no se tiene nada propio que decir, se acaba en
la irrelevancia. Lo triste es que los socialdemócratas sí tienen algo que
decir, aunque parezca que lo han olvidado. Más nos vale que recuperen la
estimable inspiración socialdemócrata: intención reparadora de las injusticias,
decencia institucional y sentido de la moderación. Ellos evitarán el suicidio
de su partido, y España, la ruina
El PSOE no carece de inspiracion, eso es mentira, el PSOE, se ha cargado a todo militante que entrara con intencion de cambio, eso es el PSOE una puta mierda llena de fachas.
ResponderEliminarSin duda asistimos al elenco político más devaluado de la historia de la democracia española reciente. Nada para recordar, la degradación es tan enorme, que ni siquiera permite una crítica sosegada.
ResponderEliminar¿Se puede recuperara la decencia institucinal...?
ResponderEliminarSoy más de la opinión de "Juan Castro", el de "sábado, 10 de enero de 2015, 11:46:00 GMT-11"...
ResponderEliminarGuten morgen liebe Juan 🍀 🌹 wünsche dir einen wunderschönen Sonntag morgen
ResponderEliminarizquierdas y derechas , ultrjieden
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