Artur Mas, en una pirueta estratégica, logró forzar una
candidatura unitaria e imponer la dinámica plebiscitaria en las elecciones del
27-S. Los electores han dado una mayoría parlamentaria al bloque soberanista,
pero no una mayoría de votos, lo que supone un grave lastre para la hoja de
ruta que prevé la “desconexión” del Estado en 18 meses. El resultado, sin
embargo, nos aboca a lo que siempre fue evidente: que además de plebiscitarias
son elecciones autonómicas y por eso ahora el problema inmediato no es cómo se
crean estructuras de Estado, sino cómo se forma un Gobierno, con qué programa y
quién se pone al frente del desastre.
Con ayuda de la estrategia plebiscitaria, Artur Mas ha
logrado evitar la rendición de cuentas durante la campaña electoral y sigue
teniendo a ERC atada de pies y manos por los pactos preelectorales. Pero ahora
necesita a la CUP para formar Gobierno y, de repente, lo que en la dinámica
plebiscitaria aparecía como una virtud para sumar —el hecho de abarcar un
espectro ideológico amplio—, se convierte ahora en un gran escollo. Entre el
liberalismo business friendly de Convergència y el radicalismo anticapitalista
de la CUP hay una enorme distancia. ¿Se mantendrá la CUP firme en su compromiso
de no investir a Mas presidente, o renunciará a sus principios en aras a que el
procés siga adelante?
Artur Mas intenta
arrinconar a la CUP de la misma forma que doblegó a ERC para pactar la lista
única: hacerle responsable de un eventual fracaso de la hoja de ruta
independentista si no apoya su investidura. En el caso de la CUP, sin embargo,
la cosa puede que no sea tan sencilla: pedirle el voto significa pedirle que
pase por alto los recortes y las políticas que han aumentado como nunca las
desigualdades sociales en Cataluña. Convergència se ha mostrado ya dispuesta a
hablar de un plan para abordar la emergencia social, pero ha tenido cuatro años
para darse cuenta de que existía tal emergencia y parece que no se enteró.
También pretende que se olvide que Mas es el dirigente de un partido acusado de
cobrar comisiones ilegales; que las investigaciones del caso Palau y del caso
Teyco han revelado la existencia en Cataluña de tramas corruptas tan extensas y
sistemáticas como las de Gürtel, Bárcenas, Púnica o los ERE de Andalucía.
No hay que olvidar que la CUP
ha triplicado su representación parlamentaria porque ha sabido atraer a muchos
votantes de Iniciativa que, siendo de izquierda, querían un mayor compromiso
con la independencia. Y a muchos otros de ERC que no querían votar a la lista
de Junts pel Sí precisamente porque había pactado que Mas sería presidente.
Todos estos electores pueden verse defraudados si la CUP apoya la investidura.
Esto huele mal como a
tiempos acelerados proclives a la amnesia y parece que ya hemos olvidado que
hace menos de cinco años Mas era investido presidente gracias a la abstención
del PSC, pero luego pactó con el PP los presupuestos y un programa económico
privatizador que ha mantenido hasta el último momento. En un ejercicio de
funambulismo político, Artur Mas presenta ahora como “desobediencia” un
incumplimiento del déficit que en realidad es fruto de su incapacidad para
cumplirlo, y se atribuye como mérito propio las medidas fiscales que tuvo que
aplicar a partir de 2012 por exigencia de ERC, su nuevo socio que no baja.
La Izquierda radical de
la CUP sufre ahora la presión del chantaje: si no apoya a Mas, será responsable
del fracaso del procés. Pero lo mismo que se dice de la CUP, puede decirse de
Mas. Puesto que él es el problema ¿no debería sacrificarse y dar un paso al
lado? Por el éxito del procés, se entiende.
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